lunes, 10 de marzo de 2008

AFANOSOS AFANADORES
Breve reseña sobre el arte de enamorar de los casi extintos clasemedieros

Hoy en día restan ya pocos especímenes de la alguna vez prolífera Clase Media. Entre las posibles causas de su extinción figura un nefasto vector conocido bajo el nombre común de Gobierno aprista, el cual arrasó de manera feroz con su población durante la década del '80. Poseedores de una rica cultura, los últimos Clasemedieros que sobreviven lo hacen agazapados entre las ruinas económicas de un hermoso pero contradictorio país llamado Perú. Algunas de las manifestaciones de su estilo de vida han sobrevivido hasta ahora gracias a la transmisión oral de las mismas, pero también a través de su asimilación en las costumbres propias de las generaciones que les sucedieron en el predominio demográfico de su nación. Los rituales de apareamiento de los Clasemedieros más jóvenes, complejos y diversos, son recogidos de manera parcial en el texto siguiente, redactado por un cronista de la época.

He de admitirlo: yo de chibolo era lorna. Afortunadamente, la palabra "tímido" me sirvió siempre de feliz refugio para ocultar mi verdadera naturaleza pueril. En este trance que para todos es el paso de niño a hombre, la inherente actitud contemplativa de mi timidez me permitió apreciar con detenimiento las formas en que hombres y mujeres empiezan a entablar relaciones, en esa aventura que siempre es el enamorarse o, mejor dicho, el enamorar a alguien, esto es, lo que comúnmente llamamos el "afán".

Y ya que este relato ha empezado en plan confesional, revelaré que, además de lorna, yo era gordo. Si bien no alcancé jamás dimensiones apocalípticas, creo que ese trauma me ha perseguido hasta el día de hoy. Quizá por eso salgo a correr cada noche que puedo, azuzado en mi trote por el recuerdo de mi rolliza infancia. Cierta ocasión en que, por puro capricho, me desvié de mi recorrido habitual, me topé con una chica alrededor de los 15 años apoyada en la puerta de su casa, rodeada por cuatro imberbes coetáneos que tentaban sus pininos en el arte del afán. Desde mis tiempos las cosas no parecen haber cambiado mucho.

Por lo general, los primeros afanes son así, de a cuatro, en mancha, en una táctica que podría ser descrita como un torpe ataque en jauría. La víctima de turno en mi barrio fue Mayita, una bonita niña que tendría entre trece y quince años a mediados de la década pasada. Ella no formó nunca parte de nuestra manchita, que en sus mejores épocas estuvo conformada por cerca de diez hombres -de los cuales Amador, Alfonso, Carlos y yo éramos los mayores- y por una cantidad similar de chicas que por alguna extraña (o estética) razón no fueron blanco de nuestras púberes fantasías románticas. Por esos años teníamos la costumbre de salir a pasear en bicicleta en las noches de verano. En ocasiones llegábamos a ser hasta veinte ciclistas, y nos convertíamos en una suerte de banda de inocentes no motorizados. Con el país atravesado por una grave crisis democrática y de seguridad nacional, para nuestra desentendida mancha de barrio eran, sin embargo, buenas épocas.

Mentiría si dijera que recuerdo la primera vez que la vimos. Lo más probable es que haya sido en una de nuestras correrías nocturnas en bicicleta, cuando ella caminaba rumbo a su casa regresando de la tienda, o tal vez mientras conversaba en su puerta con alguno de sus amigos. De algún modo nos las ingeniamos para entrar en contacto con Mayita, y ahí estábamos, dos días después de haberla conocido, Amador, Alfonso, Carlos y yo, acompañados de un séquito conformado por nuestros "aprendices" (los menores del grupo), afanándola en mancha.

Quizá el sentido de esta táctica sea, como sucede con los lobos, rodear a la presa por todos sus flancos. La cosa debe ir también por descubrir por qué lado flaquea el objetivo, además de ser una manera probabilísticamente acertada de asegurarse el estar entre los posibles candidatos a ser el próximo enamorado de la desafortunada elegida. Y, finalmente, está el hecho de que ningún chibolo se va a atrever, él solo, a ir a tocarle la puerta a una chica.

Cuatro pretendientes deben abrumar a cualquier adolescente, mucho peor si la tienen arrinconada contra una puerta, ejecutando gracias y gastando bromas (muchas veces a expensas de sus cómplices de afán más tímidos), vistiéndose recontra tiza y fashion, luciendo sus lindas caritas o los infantiles músculos que empiezan a esbozar tras sus jornadas deportivas en el colegio, todo para ser, finalmente, el que más la hace reír, el que le parece más guapo, el bacancito del grupo, el Elegido, y, sanseacabó, el ganador de esta competencia.

Bien podría aplicarse en este caso aquel dicho, muy peruano por cierto, que reza "el que puede, puede, y el que no, aplaude". Y los tímidos sabemos aplaudir muy bien.

* * *

Con el pasar de los años, afortunadamente, también se les abren las puertas del amor a los menos aventados y avezados. Tímidos, gordos, flacos, altos, chatos, descubren que ellos también son capaces de enamorar y que, lejos del anonimato al que se vieron ceñidos dentro del colectivo de la manchita afanadora, sus propias personalidades les permiten explorar otras formas de enamoramiento mucho más heterogéneas, ciertamente que unas más efectivas que otras. Algunos casos, como el de los acosadores, merecen mención a parte.

Vanessa era catequista en la parroquia de su barrio. Jorge asistía al mismo grupo parroquial y fue precisamente ahí donde ambos se conocieron. Después de unos meses de frecuentarse, y -según ella- sin razón aparente, el muchacho empezó a manifestar hacia su, strictu sensu, correligionaria lo que después se revelaría como una irrefrenable atracción casi fatal, o por lo menos bastante insoportable para la infortunada protagonista de esta historia.
- Pucha, Vanessa, es que tú me gustas.
- Pero si yo nunca te di alas -frase que siempre es capaz de deslindar responsabilidades de una forma tan evasivamente oportuna.- Tú sabes que yo te quiero como amigo no más.
- Sí sé, pero, pucha, tú me gustas, y no voy a cansarme de insistirte hasta que estés conmigo.

La vida para Vanessa desde entonces no volvería a ser la misma. Jorge parecía tener el don divino de la ubicuidad pero de la caricaturesca manera en que lo esgrime Droopy. Aparecía, como era de esperarse, en el grupo parroquial, pero además de eso empezó a buscarla en su casa, siempre existía la amenaza de que saliera a su encuentro detrás de cada esquina, le pedía acompañarla a todos lados, entró al mismo grupo de estudios que ella y, finalmente, coronó el helado del acoso con la cereza de postular e ingresar, al igual que Vanessa, a la Católica.

No es un secreto que cuando uno se incorpora a la universidad se pasan más horas de vigilia en ésta que en cualquier otro lado. Nefasta realidad para mi amiga, quien vio reducirse dramáticamente el ámbito geográfico del acoso del que era víctima a las 4000 hectáreas del campus, cuando ya desde antes toda una ciudad le resultaba insuficiente para una evasión efectiva de su tormentoso afanador. A pesar de que ambos llevaban cursos en espacios diametralmente opuestos dentro de la universidad (la una en Ciencias, el otro en Letras), Jorge se las ingeniaba para averiguar los horarios de Vanessa y la buscaba a la salida de sus clases. La idea de verlo "hasta en la sopa" cobró una irónica y metafórica perspectiva para ella cuando su perseguidor empezó a buscarla también en la cafetería mientras ella almorzaba, sin importarle que estuviera rodeada de sus amigos. Ni siquiera el amparo divino era capaz de mantener alejado al acosador, puesto que cierta vez Vanessa se vio obligada a "hacerle el pare" frente a sus confirmandos (en ese momento ella había pasado a ser catequista de su parroquia).

No sé hasta qué punto sea efectiva esta técnica de afán. Quizá lo que se espera es colmar la paciencia de la persona asediada hasta que finalmente sucumba porque el nivel de saturación (entiéndase: "ver al acosador hasta en la sopa") la lleve finalmente al atolondramiento, y esto a la larga llegue a nublar el buen discernimiento. La máxima de los que proceden de este modo para enamorar debe ser "el que persevera, alcanza", pero de una manera enfermiza y casi psicopática. Al parecer, toman la expresión "afanar" de manera demasiado literal.

Finalmente, Jorge cedió. El mal trato, primero, y la indiferencia, después, que recibía por parte de la hastiada Vanessa empezaron a sugerirle, de manera muy sutil y casi imperceptible (para él, obviamente), que sus métodos no estaban dando el resultado que esperaba. Luego de un primer alejamiento intentaron ser amigos de nuevo: después de todo, ya lo habían sido antes de todo este chongo. Pero el circo persecutorio empezó de nuevo. Esta vez, sin embargo, Vanessa actuó de manera más tajante. Así que, de ahí en adelante, de lejitos no más. ¿Quieres conversar? Háblame por el messenger. ¿Que te tengo bloqueado? No, cómo crees.

* * *

Afanar a veces te puede llevar a explorar (literalmente) territorios insospechados. Tal fue el caso de Diego cuando visitó la mítica tierra de Asia, reino de lujuriosa fantasía donde pululan hermosas mujeres que te envuelven con los perfumes exóticos de su piel bronceada por el sol del sur de Lima.

Diego y Kenny son amigos desde el colegio. Ahora no se ven mucho, pero mantienen todavía algo de contacto a través del messenger. De hecho, Kenny se la pasa todo el día metido en Internet, y, pensándolo bien, Diego también. No sorprende por tanto que los dos hayan convenido en ir un sábado de verano a Asia, sólo para variar.

La discoteca "Juanito" queda en el floreciente boulevard de Asia, en el kilómetro 97 y medio de la Panamericana Sur. Tan original como el nombre es la decoración del lugar: una malaspectosa fachada color verde agua, una puerta doble por la que entra la gente que paga entrada y otra no más grande que la de una casa cualquiera por donde pasan los caseritos, y, en estridentes luces rojas de neón, el apoteósico nombre del local.
- ¡Huevón, mira!
- ¡Qué rica, huevón!
- ¡Mira esa, huevón!
- ¡Qué rica, huevón!

Luego de un nutrido intercambio de impresiones acerca de las chicas que ingresaban a "Juanito", Diego y Kenny se aventuraron también a entrar. Formaron su cola -lección de vida aprendida por todo buen peruano que haya querido sobrevivir al gobierno aprista-, pagaron los diez soles correspondientes, fueron revisados de manera desganada por los agentes de seguridad de la entrada, y finalmente se infiltraron entre los blondos inquilinos de la discoteca. «Era como estar en otro mundo», me referiría luego Diego con la mirada perdida de aquel que conoció (o cree haber conocido) lo sublime.

En un principio, ambos se dedicaron solamente a beber algo de cerveza. Dos botellas después y con veinte soles menos en su bolsillo, Diego pensó que ya era momento de actuar.
- Manya esas flacas, hay que sacarlas a bailar, huevón, 'tan solas.
- No, huevón, mejor me quedo acá chupando no más.

Finalmente, la persistencia de Diego consiguió que su amigo se animara a acompañarlo en su cacería.

El disgusto que se puede mostrar hacia la carencia de belleza roza muchas veces con la crueldad. Una mujer que te barre con la mirada y te niega un simple baile un sábado por la noche, puede ser suficiente para sumirte en una vorágine etílica que te hará despertar, totalmente alcoholizado, la mañana siguiente, tumbado en una playa desierta y rodeado de gaviotas que con sus chillidos no parecen esta vez reírse tontamente del mundo sino solamente de tu resaca monumental.

Volviendo a Diego, éste deambulaba por la discoteca, ya sin su amigo, algún rato después. Había conocido hasta ese momento a dos chicas, pero «no hubo química», según me describió, esta vez con la mirada clavada en el suelo. Entonces vio a Adriana.

Cada cual tiene su forma particular para determinar hacia qué objetivo enfocar sus armas de seducción. Para Diego, el blanco ideal es fijado cuando existe un equilibrio entre el físico de una chica y la forma en que mueve lo que Diosito buenamente le dio. Adriana era la personificación de dicha armonía.

Diego no lo pensó dos, sino tres y hasta cuatro veces antes de acercarse a ella, una por cada amiga que la rodeaba. «Cuando las mujeres están bailando entre ellas son así: no te dan bola para no chotear a sus amigas», me refirió. En esta ocasión no fue así.
- ¿Cómo te llamas?
- Adriana, ¿y tú?
- Diego.

Buen comienzo. Clásico pero directo. Luego del obligado intercambio de edades y de una plática ligera sobre música, las cosas parecían ir bien para nuestro héroe en su aventura sureña.

El enamorar, así como la ética o el fútbol, es también producto -por lo menos en parte- de las circunstancias. No importa si eres un experto consagrado o un neófito afortunado, la suerte con la que se está llevando a cabo un afán siempre puede cambiar de un momento a otro por la fuerza de la eventualidad. Cuando el DJ de "Juanito" decidió -no importa si fue por azar o por mal gusto- cambiar la salsa que hasta entonces había estado sonando en la discoteca por perreo, la suerte de Diego dio un giro de 180 grados.

- ¡Uy! Eso no bailo. Me voy a descansar. Bailamos más tarde, pues.

Tan cursi como pueda sonar, lo único que obtuvo Diego de Adriana esa noche fue el recuerdo de su perfume. Ni siquiera los movimientos felinos de la chica de gorra Roxy rosada que bailó el perreo con él pudieron reanimarlo del desánimo de perder la oportunidad de seguir acercándose a la armoniosa Adriana, a quien no volvió a ver en toda la noche.

* * *

Colofón
Algunos años después de haberla conocido, Mayita se mudó del barrio. Las razones que tuvo su familia para dejar esta calle fueron, por lo menos para mí, desconocidas. Claro que siempre está la nunca bien tenida chismosa de barrio, la señora Lida en nuestro caso, encargada oficial de desinformar a sus vecinos sobre cualquier hecho notable de la cuadra. Mayita fue enamorada de Amador durante algunos meses. Luego terminaron. Luego Mayita estuvo con "Mapache", un pobre diablo que la había afanado durante años. Al parecer la táctica que resultó infructuosa con Vanessa resultó ser mucho más conveniente en este caso. Las habladurías de la señora Lida giran precisamente alrededor de este último romance.

Volviendo a Vanessa, ella estudia ahora en la UPC. La conocí hace algunos meses y nos hemos vuelto buenos amigos, a pesar de lo poco que nos vemos. No se me ha pasado por la cabeza afanarla, y, si así fuera, jamás recurro al acoso, así que puede sentirse a salvo de mí de cualquier modo. Sin embargo, ya otros acosadores rondan por su nuevo campus. Esta vez, para alivio suyo, no es ella quien se padece el papel de víctima, sino una de sus amigas.

Diego, por su lado, volvió a toparse con Adriana. Fue, sin embargo, más un encontronazo "cerebral" que uno plenamente físico, ya que su bulbo olfativo, uno de los más desarrollados del cerebro humano, fue el responsable del reencuentro. Diego es bajista en una banda de la que yo también formo parte, Bonzo. Fuimos finalistas en un concurso organizado en 2006 por una municipalidad limeña, y fui ahí justamente donde el sentido del olfato de Diego le advirtió que Adriana se encontraba en los alrededores, y el cursi recuerdo de su perfume ya no parecía ser tan inservible. Lástima para Diego que nuestro sentido de la vista sea tan pobre.

2 comentarios:

César Santivañez dijo...

Si mal no recuerdo, la primera vez que viste a Mayita estaba ella jugando voley en el patio de su edificio. Y lo recuerdo no porque sea yo la versión contemporánea de "Funes el memorioso", sino porque nunca pude borrar de mi memoria tu mueca de templado cuando me lo contabas. Es curioso, cómo el amor le cambia a uno la cara, para mal. Una similitud más con la estricnina.

David Hoyos dijo...

me lei unos 6 parrafos, esos afanes de chibolo son un caso... yotambien era "timido" menos mal siemre habia una amiga alcahueta, quien por cierto se moria por ti, pero era la que te hacia el pase co susu amigas, ¿por que? no lo sé, la cosa es que gracias a ellas tuve mis buenos poininos con chicas lindas la verdad, no me quejo de mi suerte de chibolo mas bien me quejo de mi suerte de joven... hasta ahora me arrepiento de no haber estudiado karate hubiese sido mas productivo que andar afannado.