jueves, 14 de diciembre de 2006

No quiero ser como RBD

Con más de 10 años en mi haber de baterista, he pasado definitiva y necesariamente (claro que no siempre con buena suerte) por diferentes etapas en mi desarrollo musical: desde el grunge al rock progresivo, pasando por el punk, el jazz, el blues y cuanto género (que para su propia desgracia) haya llamado mi atención.

La década en que nací, los ochentas, fue una de las más glamorosamente ridículas que he conocido (directa o indirectamente), por lo menos en cuanto a look se refiere. A pesar de que siempre existe una notoria diferencia entre los distintos estilos que estuvieron en boga durante tal o cual época, hay rasgos similares o, por lo menos, bastante particulares que vale la pena destacar debido a su carácter emblemático. En los 80’s, por ejemplo, surgió el pintoresco dark, término radial que englobaba a distintos grupos de música, pero cuyos seguidores se caracterizaban por vestir con ropas extremadamente oscuras, cabellos desgreñados y, algunas veces, maquillaje blanco y negro, todo esto símbolo del eterno padecimiento de sus almas desoladas. En el extremo opuesto del estilo dark estaba el glam: las mismas fachas greñudas, pero ahora las ropas indicaban un modo de vida acelerado y excesivamente feliz.

La década de los noventas fue, sin embargo, la que me nutrió mayoritariamente en mi background musical. Este decenio, al contrario del que le precedió, representó un vuelco total en el modo en que los artistas se mostraban a su público. Lo que predominaba ahora era el desgano total por presentar una imagen particular. Un término común utilizado para definir el look es la "pose": durante los 90’s bien podría decirse que ésta se redujo a su mínima expresión, ya que los artistas se preocuparon mucho más por manifestar su propuesta a través de su música, dejando relegada la apariencia física. Lo "casual" era lo que predominaba, es decir, lo que no representaba nada en particular.

Con el cambio de milenio, y por diversos factores -tales como el auge monumental de la industria musical, así como el desarrollo masivo de la cultura de la imagen- ha retornado (y de qué manera) la importancia del look dentro de la propuesta artística de un músico. Hoy existe la opinión generalizada de que uno debe vender no sólo buena música, sino (y sobre todo) una buena imagen si se desea ser reconocido. Esta idea ha fomentado el surgimiento de grupos y solistas prefabricados de escasa o nula calidad artística y trascendencia en la historia musical, pero cuyo peso en los espíritus adolescentes de hoy en día es tan intenso como fugaz.

Particularmente, y por haber sido, como ya lo mencioné antes, nutrido por una década como los noventas en lo que a mi haber musical se refiere, siempre he sentido una suerte de reacción alérgica hacia los artistas que privilegian el look por sobre la calidad musical. Desafortunadamente, demasiadas veces me he sentido un desfasado luchando en contra del mundo. Tanto así que dentro de las mismas bandas de las que formo o he formado parte existe ese eterno conflicto entre lo que interpretamos y expresamos a través de nuestras canciones y lo que mostramos (en el sentido estrictamente visual de la palabra).

Tengo el cabello largo y lo llevo amarrado, y mi guardarropa se ha visto reducido (de alguna extraña manera inexplicable hasta para mí mismo) a incontables polos azules (más uno que otro de color distinto) y blue jeans. Si algo busco mostrar cuando me subo a un escenario es que el público pueda llevarse la impresión de que soy un baterista de una calidad, por lo menos, lo suficientemente llevadera como para compensar el valor de la entrada que pagaron o la media hora que tuvieron que soportarme frente a ellos. Como habrán podido adivinar, la elección de mi look a la hora de dar un concierto no me preocupa ni mucho menos.

Debido a mi actitud, que muchos ya estarán seguro tildando de anacrónica o retrógrada, muy pocas veces me he sentido perturbado por la llegada al Perú de dichos artistas prefabricados que he caracterizado líneas arriba. Mi preocupación va orientada de hecho más hacia la ausencia de artistas de calidad que llegan a este país. Sin embargo, desde hace varios meses y hasta hace algunas semanas, fui, junto con millones de peruanos, víctima del bombardeo masivo de un fenómeno denominado RBD que inevitablemente terminaría por llamar mi atención.

Surgida como producto regurgitado por el gigante mediático mexicano Televisa de su digestión de una alicaída teleserie argentina de adolescentes, la telenovela "Rebelde" fue la que finalmente condujo a la aparición de este sexteto de música pop, gestado en las entrañas de sus capítulos. Anahí, Alfonso, Dulce, Christopher, Maite y Christian son los nombres de los protagonistas de "Rebelde", y son quienes conforman a su vez el grupo RBD.

No tengo ninguna clase de prejuicio en contra de la música pop. No me considero un purista ni nada que se le parezca, una de esas personas que tildan cierta clase de música (precisamente aquella que gustan de oír) como "culta", "alturada" o "superior", y censuran el resto por no considerarla ni siquiera digna de ser escuchada por sus privilegiados oídos. En el disco duro de mi computadora conservo orgullosamente un amasijo de más de siete mil canciones que representan quizá uno de mis más grandes y preciados tesoros: temas de jazz, blues, rock, pop, salsa y folklore (junto con otros que no es posible incluir dentro de ningún género definible) se codean en las rutas digitales de mi PC.

Desde que existe la música pop hasta hoy en día (estamos hablando de toda la segunda mitad del siglo XX y de los infaustos años que para la historia musical representará algún día esta década), han existido muy buenos artistas dentro de este género. Así, en los cincuentas tuvimos al precursor del rock n’ roll Buddy Holly y a la joven promesa latina Ritchie Valens (quien popularizara La Bamba)*; en los sesentas, a los eternos clásicos Beach Boys y Rolling Stones; en los setentas, a los amados y odiados Bee Gees y a la diva rubia Olivia Newton John; en los ochentas, al paradigma del brit pop The Smiths y a la banda pionera del new wave norteamericano Blondie; en los noventas, a la banda de culto R.E.M. y a los siempre controversiales Oasis, y, en esta década (que ni siquiera tiene un nombre propio, aunque se me ocurren algunos que por respeto no menciono), el rock retro de garage de The Strokes y el sonido británico de la (paradójicamente) banda gringa** The Killers.

Regresando a RBD, personalmente no creo que ellos alguna vez lleguen a marcar alguna huella más que en aquellos que se hicieron ricos a su costa. En el Perú, la campaña promocional del denominado "El mejor concierto de tu vida" empezó desde varios meses antes la fecha señalada para el apoteósico evento, el 8 de noviembre de 2006. Para mí, un desentendido total de las telelloronas de Televisa, y mucho más de las disforzadas teleseries de adolescentes, enterarme de que RBD venía al Perú no me despertó ninguna clase de emoción, más allá de la curiosidad que también podría causarme la danza de la abeja melífera o la caída de la Bolsa de Valores de Abu Dhabi.

Sin embargo y para mi propio disgusto, casi diariamente debía tropezarme con por lo menos una pequeña nota informativa respecto al sexteto mexicano, esto debido a que por alguna extraña (o quizás monetaria) razón el periódico que leo parecía estar siempre al tanto del acontecer del grupo. Titulares como "RBD promocionará su disco en Lima" o "Anahí de RBD dice: «estoy sola y sin compromiso»" coronaban notas tan constantes como intrascendentes. Así, poco a poco me fui enterando de quiénes o, para ser más precisos, qué era este fenómeno que amenazaba recorrer Latinoamérica en su tour "Generación 2006".

Como mencioné anteriormente, RBD surge como consecuencia directa de la estrategia de merchandising de la telenovela "Rebelde", remake mexicano de la teleserie argentina "Rebelde Way". Esta producción gaucha engendró también su propio grupo musical de pop, el cuarteto denominado Erreway. Nada de original tiene, pues, el sexteto mexicano, no por lo menos en lo que a su gestación se refiere. Lo único que se hizo fue repetir una fórmula prefabricada: un conjunto de atractivos adolescentes de voz promedio y que cuyas canciones y ademanes reflejaran las ilusiones de millones de adolescentes alimentados durante años por los medios con el sueño de ser superestrellas.

Sus canciones, como es de esperarse, tampoco representan una revolución en cuanto a lo que temática de las letras se refiere: la desventura de ser un adolescente rebelde e incomprendido. Ni qué decir musicalmente: la balada pop, con su estructura verso-coro-verso, es alternada en sus álbumes y presentaciones con los ritmos de una suerte de pop dance electrónico popularizado durante los ochentas y noventas por artistas como los New Kids On The Block o Magneto y explotado hasta el cansancio durante esta década con mayor o menor suerte por diversos grupos.

¿Qué convierte entonces a RBD en un fenómeno de una magnitud tan monumental? La respuesta no está, definitivamente, en ellos mismos. Quizá habría que buscar en la mega escala a la que son promocionados por sus inversionistas como el producto musical de moda, quienes son a la larga los principales beneficiarios del éxito de la banda. De la banda como producto comercial, tanto como podrían interesarse por impulsar una lavadora o un auto.

Esto hace que retorne nuevamente al tema que rondaba las primeras líneas de este ensayo: el look. Ya que RBD no pretende ofrecer una propuesta musical distinta, o por lo menos auténtica (ya que simplemente reproduce fórmulas precedentes), su punto fuerte debe ser entonces el despliegue visual. Venden sus caras, su estilo de vestir, su "actitud rebelde y auténtica" (aunque ésta obedezca a los designios de sus asesores de imagen). Sus conciertos no son un placer para los oídos, sino para los ojos.

Desafortunadamente, la importancia que se le da a la "imagen" de una banda hace muchas veces que su calidad musical decaiga hasta límites tan o más risibles que el disfuerzo de sus poses. Tengo amigas que me dicen de algunos solistas o miembros de bandas, "que churro que es ese tipo" o "que tales abdominales que tiene", así como amigos que me cuentan de lo "buena" o "recontra power que está Fulanita, esa, la que canta en ese grupo que son los cinco que salían en la telenovela". Cuando se refieren a sus canciones, por lo general lo hacen de una manera vaga y superficial, y cuando realmente creen sentirse reflejados en el contenido de sus letras, no reparan en que se están identificando con refritos líricos producidos en masa.

Privilegiar la imagen por sobre el contenido ha degradado el espíritu del arte musical. La buena música (incluyendo al pop), la que se crea como expresión del interior del artista más que como producto comerciable, perdura, y casi nada de lo que se está haciendo hoy en día trasciende los escasos momentos de fama en que se puede permanecer como primer lugar en las radios locales, siempre bombardeadas por nuevos "talentos", hermosos y fugaces. "Video killed the Radio Star" es el título de un tema de The Buggles (incluido en un álbum que anecdóticamente se llama "The Age of Plastic"), y una vez más debo rendirme ante la imponente sabiduría que siempre parece esconderse entre las líneas de una vieja canción***.

Algo que siempre me ha parecido curioso es que muchos de estos artistas bonitos no hacen sino alimentar la creencia popular de que la belleza y la inteligencia no se llevan bien. No me malentiendan: disfruto de lo bello tanto como cualquiera, y no del modo alturado en que el esnob lo hace, sino que muchas veces (demasiadas diría yo) de la manera chabacana en que la representan los diarios chicha. Pero como todo músico que se respete, lo que busco es el deleite de mis oídos y no el de mis ojos cuando compro un disco o voy a un concierto.

Un profesor de mi Universidad dijo alguna vez que la música fue considerada en algún momento de la historia como la representación directa del estadio cultural y moral de los pueblos. Si RBD fuera el reflejo de nuestra sociedad, estaríamos viviendo en una civilización totalmente vacía de contenidos trascendentes, donde la relevancia del arte radica en el look y la pose más que en la verdadera expresión de la interioridad del artista.

En otras palabras: la ausencia de contenido en la música se debe a que las cabezas de los artistas están igualmente faltas de sustancia alguna. Tanto como para no saber ni dónde están parados: en su concierto en el Perú, la hermosa pero desatinada Maite gritó "Viva Chile", ganándose el abucheo masivo de su público, así como en Viña del Mar repitió su errata, pero esta vez profiriendo a viva voz un "Gracias Santiago" que no hizo sino confirmar mis sospechas del estado desértico en que se encontraba el interior de su encantadora cabecita de artista pop. Y, bajo riesgo de ser demandado, podría aventurarme a decir que en el camerino lo primero que le dijo su asesor de imagen fue algo así como "¿ves? Eso te pasa por pensar. Te dije que no te salieras del libreto".

Respondiendo a una pregunta acerca del éxito del cantante David Bisbal, el ex vocalista de Héroes del Silencio, Enrique Bunbury, dijo: "eso sólo demuestra que los artistas de ahora son simplemente caras bonitas que saben cantar muy bien en el karaoke", haciendo alusión a la forma en que Bisbal llegara a la fama. Qué se le hace: es Bunbury, no tiene remedio y así lo queremos. Él tiene la autoridad para decir lo que se le venga en gana: después de todo, es el legendario Bunbury.

Particularmente, y a pesar de lo que muchos puedan pensar después de aburrirse con este pasquín anti RBD, mis reparos no van hacia todos los artistas que cultivan su imagen. Hay muchas bandas con una fuerte carga visual dentro de sus propuestas, pero que de ninguna manera dejan de lado la calidad musical dentro de sus producciones: Iron Maiden, The Cure, Radiohead, entre muchas otras. Hoy ya no es posible lograr el éxito y la aceptación, que a fin de cuentas es a lo que aspira todo artista por más que lo niegue, sin vender un producto que conjugue imagen y música, (buena en el mejor aunque menos frecuente de los casos).

Claro que la regla siempre tiene su excepción. Si no, pregúntenle a la gente de Dream Theater, por muchos considerada como la mejor banda de todos los tiempos. Si hay algo que no tienen estos cinco músicos de conservatorio, originarios de Nueva York, es un look glamoroso ni mucho menos. Cada cual sube al escenario con la facha que se le antoje. No tienen ciertamente ninguna necesidad de compensar carencia musical alguna con un señuelo de ropas y espectáculo visual que distraiga a su público.

Dream Theater lleva 20 años en carrera y sigue llenando estadios. Mike Portnoy, su baterista, se viste para los conciertos como si fuera a jugar una pichanga de barrio: un polo o un bividí, un short bermuda y zapatillas deportivas. Su despliegue en el escenario, sin embargo, es capaz de dejar aturdido a cualquiera, incluso a él mismo: después de cuatro horas de performance, en varias ocasiones han debido llevárselo en ambulancia por agotamiento severo, siempre dejando atrás una muchedumbre de fanáticos satisfechos. No por nada ha ganado durante 10 años consecutivos el premio al "Mejor Baterista de Rock Progresivo" otorgado por la revista Modern Drummer.

Tendría que haber empezado a tocar batería hace 40 años si quisiera llegar algún día a ser la mitad de bueno de lo que es Mike Portnoy, pero para mi pesar tengo sólo un mal aprovechado cuarto de siglo de existencia. Sin embargo, nunca está de más soñar. Así, tal vez, si algún día llegara a ser tan bueno como él, no tendría que sostener nunca más aquella discusión con los miembros de mi banda cuando me piden que en los conciertos me suelte el pelo, use polos de colores más variados y, en general, no me vista (como algunan vez ellos mismos dijeron) como si fuera a comprar el pan. No quiero ser como RBD, pero aún no soy Dream Theater, y espero nunca gritar "Viva Chile" en mi natal y horrible Lima, que amo tanto.



* Cabe destacar que ambos, Holly y Valens, murieron en el mismo accidente de avión.
** Entiéndase como "estadounidense".
*** O, como dice Bunbury, "la música me abre secretos que ahora están dentro de mí".

lunes, 11 de diciembre de 2006

«Sam es mi padre»

- ¿Vamos a dar un paseo?
- No lo creo, Bobby, ya es tarde, creo que sería mejor que me llevaras a casa.
- Vamos, Stacy, sólo una vuelta. Tengo algo que mostrarte.
- Está bien, pero regresemos rápido. Tengo un presentimiento extraño esta noche.

Los dos muchachos bajaron del auto y dieron unas vueltas por el parque. A pesar de estar en pleno verano, aquella última noche de julio un frío poco común inundaba la oscuridad de la noche newyorkina. Fue Stacy esta vez quien convenció a Bobby, su novio, de regresar a su coche, pues aquella extraña sensación en su pecho no desaparecía.

- Prefiero irme a casa.
- Bueno, tienes razón, Stacy, está haciendo un poco de frío. Mejor vámonos.

Stacy Moskowitz y Bobby Violante no habían hecho nada relativamente malo ni aquella noche ni ninguna otra, ni juntos ni cada uno por su cuenta. Eran un par de jóvenes normales que regresaban de ver una película como también lo hacían muchas otras parejas. ¿Qué es lo que condujo, entonces, al Hijo de Sam a asestarles tres disparos, dos a Bobby y uno a Stacy? No fue venganza, no fue despecho, no fue ni siquiera una confusión. Fue simplemente algo que sucedió porque estaban en el sitio incorrecto en el momento incorrecto.

Stacy murió algunas horas después, y Bobby perdió el ojo izquierdo y sólo fue posible salvarle el 20% de la visibilidad del derecho. Sucedió todo esto el 31 de julio de 1977, a poco más de un año del primer asesinato que le fuera adjudicado al Hijo de Sam. Sería éste el último también, pues el 10 de agosto ya la policía había reunido suficientes pruebas para detenerlo.

* * *

Betty Broder, esposa de Tony Falco, tiene una hija con él, pero hace ya algún tiempo que están separados. En 1952, Betty conoce Joseph Kleinman y queda embarazada de él.

- No quiero ese hijo. Deshazte de él.
- ¡Es nuestro bebé, Joseph! ¡No puedo hacer eso!
- Yo no me voy a hacer cargo de ese bastardo que llevas en el vientre.
- ¡No entiendes que no puedo!
- Entonces ya ve tú lo que haces con eso, porque puedes olvidarte de mí.

Betty decide no abortar, pero tampoco quiere cargar con otro niño, pues ya suficiente tiene con criar a una niña y a duras penas. Así, decide dar a su recién nacido, Richard David Falco, en adopción. El niño lleva el apellido de casada de su madre, pues ella y Tony Falco nunca se divorciaron.

* * *

Cuando Richard despertó aquella mañana de junio de 1953, no fue el rostro de su madre el que vio, sino el de una enfermera de un orfanato de Brooklyn, en Nueva York. Richard lloró, puesto que era lo único que sabía hacer en sus escasos días de edad, hasta que finalmente se durmió por el cansancio. Algunos días después fue adoptado por Nathan y Pearl Berkowitz, pareja de esposos judíos, y es en casa de ambos donde pasaría el resto de su infancia y adolescencia, bajo el nombre a secas de David y ahora con el apellido semita de sus nuevos padres.

A pesar de la inteligencia notablemente superior de David Berkowitz, su infancia estuvo marcada por su carácter tímido y por su baja autoestima, que trataba de ocultar bajo una apariencia de autosuficiencia, mintiendo, robando y ocasionando incidentes debido a su piromanía. Jugador ávido de béisbol, se ganó la reputación del abusivo del barrio debido a sus arranques de ira y de violencia desmesurada, los cuales, sin embargo, se alternaban con fuertes depresiones causadas por su complejo de inferioridad.

David odió desde siempre a las mujeres. Su madre lo había abandonado siendo un recién nacido, las chicas de la escuela lo despreciaban, y el estrecho lazo entre él y su madre adoptiva se rompería trágicamente cuando, en 1967, Pearl muere de cáncer de mama. David no podría superar jamás aquel trauma que lo conduciría finalmente a ser un misógino asesino.

* * *

Donna Lauria y Jody Valenti, de 18 y 19 años respectivamente, eran amigas desde la infancia. Ambas vivían en el Bronx, uno de los barrios más peligrosos de Nueva York, pero estaban ya acostumbradas a transitar en las oscuras noches de aquella zona. Nada en especial parecía haber aquella noche del 29 de julio de 1976. Hacía algunas semanas que había empezado el verano y la noche era un refrescante alivio al vaho sofocante de las horas de sol.

Como otras noches, Donna y Jody conversaban en el coche de esta última, antes de irse a dormir. Era ya la una de la mañana. No había, sin embargo, nada de que preocuparse, pues al día siguiente no tenían clases en la escuela ya que estaban de vacaciones, y era, después de todo, un viernes.

Antes y después de los cinco disparos sólo hubo silencio de su parte. El Hijo de Sam no dijo nada ni antes de acercarse al coche, ni cuando dirigió el cañón de su Mágnum calibre .44 hacia los rostros de las muchachas, ni mientras se alejaba dejándolas a ambas heridas de muerte, si es que ya no totalmente despojadas de vida.

Este fue el primer asesinato que le fuera adjudicado al Hijo de Sam. Algunos meses después, cuando ya el clima veraniego empezaba a disiparse para dar paso a los vientos poderosos y las hojas caídas del otoño, atacaría de nuevo.

* * *

Sam Carr era un trabajador retirado que vivía en Yonkers, NY, junto con su familia y su perro labrador negro, Harvey. El 19 de abril de 1977, el señor Carr recibió una carta anónima que rezaba:

“Le he pedido amablemente que haga que su perro pare de ladrar todo el día, pero él lo continúa haciendo. Le supliqué que lo hiciera. Le dije cómo esto estaba destruyendo a mi familia. No tenemos paz ni descanso. Ahora sé qué clase de persona es usted y que clase de familia tiene. Usted es cruel y desconsiderado: no sienten amor por ningún otro ser humano. Usted es egoísta, señor Carr. Mi vida está destruida ahora. Ya no tengo nada más que perder. Puedo ver que no habrá paz en mi vida o en la de mi familia hasta que no acabe con la suya”.

Alarmado, Sam Carr llamó a la policía, pero lo que recibió fue poco más que ninguna ayuda. Ellos, después de todo, estaban dedicados por ahora a atrapar al asesino de la Mágnum 44. Diez días después, Harvey, el labrador que había destruido la vida de la familia del autor de la carta anónima, recibió un disparo en el patio de la familia Carr. Esta vez, la policía decidió prestar mayor atención a este caso.

Después de todo, Harvey había sido herido con una Mágnum calibre .44, además de que existían similitudes entre ésta y otra carta, encontrada en la escena de un crimen, doce días antes, el 17 de abril, y que estaba firmada, ésta sí, por El Hijo de Sam.

* * *

El 23 de octubre de 1976, después de una fiesta, Carl Denaro llevaba en su auto a Rosemary Keenan de regreso a casa. Ambos se habían divertido como si fuese la última fiesta de sus vidas. Después de todo, a los veinte años lo que a uno le sobran son las ganas de vivir.

- Me divertí mucho hoy.
- Yo también, Rosey. ¿No te importa que te llame así?
- Claro que no. Me gusta mucho que me digas así.
- A mí me gusta mucho llamarte así. Hay una fiesta el próximo fin de semana, no sé si quisieras ir conmigo.
- Claro que sí. Me encantaría, Carl.
- Oye, tienes algo en la blusa.
- ¿Qué es?
- Déjame acercarme para ver mejor.

Rosemary sonrió, Carl también. El placer de un beso muchas veces está definido más por las ganas que tienen dos personas de hallar sus labios, más allá de la habilidad que ambos amantes puedan tener. Este hubiera sido uno de los mejores besos de su vida, a pesar de sus escasos 20 años de edad. Nada de esto pensó el Hijo de Sam. Él sólo disparó sin pronunciar palabra, cinco veces, casi podría decirse que torpemente, y dejó a Rosemary ilesa, a pesar de que Carl fue herido en la cabeza.

- Oh, Dios mío -repetía Rosemary mientras manejaba el auto y veía a su amigo desangrarse en el asiento contiguo-. Oh, Dios mío, Carl. ¡Qué te han hecho!

Carl no murió aquella noche, aunque algunas veces hubiera preferido que así fuera, ya que nunca volvería a ser el de antes. El Hijo de Sam había pasado esa noche a convertirse en uno de los asesinos en serie más temidos de la segunda mitad de los 70’s.

* * *

La violencia del servicio militar no fue de ninguna manera un desfogue para el joven David Berkowitz. Ingresó a las Fuerzas Armadas norteamericanas en 1971 y permaneció activo hasta 1974. Sin embargo, de alguna manera pudo evitar participar en la guerra de Vietnam. De regreso a casa, se transformó al cristianismo.

En este punto, una esperanza pareció llegar a la atormentada vida del joven David: estableció contacto con su madre biológica, Betty. Nada, sin embargo, fue como él lo hubiera querido. Su odio hacia las mujeres sólo se incrementó cuando se enteró de las circunstancias de su nacimiento. Así, después de unas cuantas visitas, David y Betty perdieron contacto. A partir de entonces, su vida pública sería pasar de un empleo temporal a otro. David era empleado del Correo Postal de los EE.UU. cuando fue detenido en 1977.

* * *

El 26 de noviembre de 1976, Donna Lamassi, de 16 años, y Joanne Lomino, de 18, regresaban del cine en la noche. «No hablen con desconocidos» es quizá uno de los consejos más trillados que un padre puede dar, lo cual, sin embargo, no desmerece su validez. Donna y Joanne lo sabían, por lo cual apuraron el paso cuando se dieron cuenta de que un extraño las seguía por la calle.

La vergüenza nos orilla a actuar de maneras incoherentes muchas veces. En vez de correr, de escapar de aquella presencia que altera nuestra paz, decidimos seguir caminando, porque el temor a ser visto como un cobarde es mayor que el temor a ser víctima de un crimen. Donna y Joanne no corrieron, así que aquel hombre pudo alcanzarlas, tocarlas en el hombro y preguntarles: «¿Saben en dónde está...?». La Mágnum .44 terminó la frase con cuatro atronadores disparos.

Finalmente, Donna se recuperó del todo, pero Joanne quedó parapléjica el resto de su vida. El Hijo de Sam se adueñaba poco a poco de las pesadillas de los habitantes de Nueva York.

* * *

Los crímenes del Hijo de Sam se sucedieron también durante 1977. El 30 de enero, Christine Freuna y su prometido John Diel fueron atacados. Christine recibió dos balazos en la cabeza y murió instantáneamente, mientras que John pudo escapar.

El 8 de marzo, Virginia Voskerichian fue atacada cuando regresaba de sus clases. El Hijo de Sam le apuntó en la cara, y ella sólo atinó a cubrírsela con sus libros, que resultaron por demás insuficientes para salvarle la vida. Un hombre, testigo de todo, pudo ver el rostro del asesino, pero cuando éste pasó a su lado, sólo profirió un cortés y asustadizo: «Buenas noches».

El 17 de abril, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar. Joe Coffey, detective de la policía de Nueva York, había relacionado desde principios de 1977 los asesinatos del año anterior de Donna Lauria, Jody Valenti y Joanne Lomino, con el ataque sucedido el 30 de enero de ese año. El ataque del 8 marzo coincidía, de igual manera, con el perfil del hombre que buscaban, aunque lo único que supieran de él hasta entonces era que su arma era una Mágnum calibre .44.

Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar. El Hijo de Sam se había vuelto más confiado a la hora de cometer sus crímenes, pero asimismo más descuidado a la hora de planearlos. A sabiendas de que la policía la buscaba, luego de asesinar a Valentina Surani y a su novio Alexander Esau mientras ambos se besaban en un coche, el 17 de abril, el Hijo de Sam se dio a conocer al mundo con una carta dirigida a la policía:

“Querido Capitán Joseph Borrelli: Estoy profundamente herido debido a que ustedes me llaman un misógino. No lo soy. Pero soy un monstruo. Soy el Hijo de Sam. Soy un pequeño rapaz. Cuando Padre Sam se emborracha, se vuelve malo. Golpea a su familia. A veces me ata a la parte trasera de la casa. Otras veces me encierra en el garage. Sam adora beber sangre. ‘Ve afuera y mata’, me ordena Padre Sam. Detrás de nuestra casa algunas descansan. Muchas son jóvenes -violadas y degolladas- su sangre drenada -sólo huesos ahora”. La carta continúa por algunos párrafos más.

Esta fue la carta que llevaría a los policías a sindicar a David Berkowitz como el asesino de la Mágnum 44, a quien ahora llamaban el Hijo de Sam.

* * *

Luego de salir del servicio militar, David Berkowitz se mudó de la casa de sus padres adoptivos, en Brooklyn, a Yonkers. Uno de sus vecinos era el señor Sam Carr, dueño de un perro labrador negro. El portero del edificio donde vivía David le dijo a la policía que lo único que sabía de él era que siempre pagaba a tiempo sus cuentas.

* * *

El 29 de julio de 1977 se cumplía un año desde el primer asesinato que fuera adjudicado al Hijo de Sam. La policía, por tanto, no podía descuidarse en aquella ocasión, ya que lo más probable era que tratara de asesinar nuevamente aquella noche. Para esa época, el doctor Martin Lubin, psiquiatra, había elaborado un perfil del asesino: un hombre paranoico, que quizá se consideraba poseído por fuerzas diabólicas y que probablemente tenía problemas para relacionarse, especialmente con las mujeres.

La noche, sin embargo, transcurrió tranquila. El Hijo de Sam decidió no atacar en aquella fecha, sino dos días después, el 31. Esta vez las víctimas fueron Stacy Moskowitz y Bobby Violante.

La policía no podía dejarle pasar ni una más al Hijo de Sam. El 10 de agosto, a las 7:30 p.m., los oficiales a cargo de la operación Omega, encargada de atrapar al asesino de la Mágnum 44, se abalanzaron sobre un hombre que salía de un edificio en Yonkers, NY.

- Ahora que te tengo, dime, ¿a quién tengo? -dijo el oficial que esposaba al hombre que acababan de someter.
- Soy el Hijo de Sam, David Berkowitz. ¿Por qué les tomó tanto tiempo?

* * *

David Berkowitz se declaró en primera instancia como el victimario de todas las mujeres asesinadas por el arma del Hijo de Sam. Afirmaba escuchar la voz de un demonio de 6000 años reencarnado en “Sam” el perro del vecino, el cual le daba órdenes de matar. Los psiquiatras diagnosticaron a Berkowitz como esquizofrénico paranoide de personalidad antisocial.

Posteriormente, David Berkowitz reveló, estando ya encarcelado, que no había sido él el responsable de todas las muertes que se le imputaban, sino que formaba parte de una secta satánica relacionada con el famoso asesino Charles Mason.

Las declaraciones de Berkowitz coinciden con las investigaciones de la policía, la cual, sin embargo, prefirió dejar de lado las pistas que indicaban que el oficial postal de Yonkers era tan sólo uno de los adeptos de más bajo rango dentro del culto, y que había sido usado como chivo expiatorio para encubrir a los miembros de mayor posición.

* * *

¿Qué orilla a un hombre a matar sin razón alguna? Uno puede tener una infancia horrible, puede ser abandonado al nacer por sus padres y sufrir la muerte de su madre adoptiva siendo adolescente. Uno puede sentirse rechazado por la sociedad y en especial por las mujeres, comprarse un arma para tratar de sentirse más seguro de uno mismo. Uno puede finalmente ingresar a una secta satánica y cometer asesinatos en nombre de demonios milenarios. Pero si todas estas cosas le sucedieran a una misma persona, si alguien tuviera una vida tan desafortunada, inevitablemente tendremos al Hijo de Sam, individuo paranoico y asesino en serie de mujeres.

Hoy David Berkowitz está recluido en la cárcel de máxima seguridad Attica con una condena de 365 años. Mantiene además una página web denominada “Forgiven for Life”, en la cual ofrece declaraciones en video, da consejos a los adolescentes, ha publicado diversas cartas de clemencia y apoya a un fondo ultracatólico. El Hijo de Sam recuerda en esta página web, entre otras cosas, que una noche, cuando convalecía de una herida degollante que le valió 56 puntos en el cuello, encontró la salvación en la Biblia.

Berkowitz también planea lanzar un libro denominado “Son of Hope”, donde narra su transformación evangélica y humana, y pretende donar las ganancias del mismo a las familias de sus víctimas.