viernes, 24 de agosto de 2007

NÉMESIS
1ra parte
Basado (apenas) en hechos de la vida real*

Como ha sido su rutina practicamente diaria desde hace cinco años, Raquel entró a la panadería de la vuelta de su casa a las 6 de la tarde. La robusta mujer del Rímac era clienta fiel de ese local tanto por la cercanía a su casa como por la calidad de sus productos, pero sobre todo porque tenía la necesidad, aunque inconfesable, de encontrarse diariamente con la china Soila.

Ambas no podían ser más diferentes. Raquel, mujer de rubicunda cabellera, amplia de cuerpo y dulce pero potente de voz, parecía una cantante noruega de ópera retirada antes de tiempo. Por lo menos eso pensaban los amigos de su hija Delia -obviamente sin que ésta lo supiera-, quienes se regodeaban imaginando toda suerte de historias respecto al pasado de la madre, desde un escape intempestivo del Festival de Viena, huyendo de un director ruso acosador, hasta una vergüenza pública que nunca pudo superar por un apoteósico gallo que se le escabulló durante una presentación en la noche de gala de su embajada en Burundi.

En lo que coincidían todas estas alucinadas proyecciones era en que, en algún lugar de la casa, Raquel todavía guardaba la armadura y el casco de vikinga en los que tantas veces se introdujo, en aquel imaginario, oh, pasado glorioso, vestimenta que -imaginaban- volvía a usar durante las noches de luna llena, a escondidas de su esposo y de su hija, mientras interpretaba en la azotea de su casa y con la misma pasión de antaño las arias que la hicieron llenar teatros enteros en su lejana tierra natal y en tantos lugares del mundo, pero que ahora, lamentablemente, se perdían en el bullicio de la avenida Túpac Amaru, donde quedaba su casa.

Nada de esto era verdad, obviamente, pero era divertido imaginarlo, o al menos eso pensaban los amigos de Delia.

En fin, desde que nació, Raquel había vivido en la misma casa, heredada de sus padres quienes a su vez la habían recibido de los suyos y lo más probable es que también pasara a estar bajo la tutela de Delia cuando llegara el momento. Sí, Raquel y toda su estirpe eran limeños como ellos mismos y adoraban su barrio. Aquella mujer de cincuenta años, madre desde hace 26, no era chismosa, sino observadora, de una excelente memoria (detestaba cuando le decían que tenía "memoria de elefante" por el obvio doble sentido de la comparación) y de labia profusa y fácil. Sabía los nombres de cada una de las personas que habían habitado el vecindario desde que tenía uso de razón y mantenía relaciones bastante cordiales con todas ellas. Excepto con la china Soila.

La dueña de la panadería no era china sólo de chapa, sino que era -como decía Raquel- "china de China". Llegó al Perú en 1968, cuando tenía 13 años, junto con sus padres y sus tres hermanos en un barco procedente de Shantou. Su nombre de pila, por supuesto, no había sido Soila hasta el momento en que puso sus pies en el La Punta, ni mucho menos su apellido Vargas hasta que fue inscrita oficialmente en los registros de inmigración del Ministerio del Interior.

La oriental familia de flamante apellido peninsular se instaló en una de las tradicionales callecitas del Rímac de aquel entonces. Luego de algunos años ya tenían un próspero chifa, con un nombre bastante particular por cierto: "Chifa New York". ¿Por qué aquella familia china de apellido español bautizó con un nombre anglosajón a su negocio? Nadie lo ha averiguado hasta ahora, o por lo menos no hay quien haya vivido para contarlo, aunque lo más probable sea que a quienes lo intentaron no les alcanzó la paciencia para escuchar al patriarca de los Vargas explicar la historia de su negocio en un idioma en el que difícilmente es capaz de articular más de cuatro palabras seguidas.

Para su buena fortuna, Soila había heredado el olfato para los negocios de su padre. En cuanto a su dicción del castellano, aunque cargaba con algunas de las deficiencias del habla de su progenitor, éstas no eran tan extremas, si bien que no había podido abandonar del todo el dejo y la forma de construir las oraciones de su idioma natal.

* * *

Soila abrió su panadería hace unos ocho años. Como digna hija de su padre, supo detectar el negocio que hacía falta en el barrio al que había llegado luego de mudarse de la casa paterna, y como buena Vargas, bautizó su local con un nombre muy -demasiado- particular: "Panadería La Nueva Terpsícore". Una vez más, nunca nadie supo el por qué de aquella elección.

En menos de medio año, la china Soila logró convertir a sus panes en el deleite de todo el barrio. Antes de que ella llegara, los vecinos tenían que recorrer un duro camino de más de cinco cuadras para poder comprar un pan a duras penas decente o conformarse con la dureza del destino de tener que comprar el pan duro del supermercado de la avenida. "La Nueva Terpsícore" volvió en suave y esponjosita la realidad en el tradicional barrio del Rímac. Por lo menos de cinco y media a ocho de la mañana.

Pero -porque siempre hay un pero en toda historia**- no todo podía ser eternamente dulce como el olor de la levadura. Una soleada tarde de verano, mientras atendía a su ya por entonces frondosa clientela, la china Soila perdió por un momento la sonrisa al percatarse de una globular silueta que acaparaba casi toda la entrada de su negocio.

- Señola, no deja pasal ni luz de sol -dijo la china Soila, palabras que casi se le escabulleron de su boca cuando todavía no se había repuesto por el tamaño de su nueva y sorpresiva clienta.

Toda la gente en la Nueva Terpsícore rompió a carcajadas. Claro, todos menos Raquel, que era quien se encontraba en ese momento atravesando por primera vez el umbral de la panadería. La pobre mujer había salido unos minutos antes de su casa con las mejores intenciones de conocer a su nueva vecina y agregar un ítem más a su agenda del barrio.

- Delia, ¿dónde compraste este pan? -le había dicho Raquel a su hija unos minutos antes.
- En la panadería de la china, mamá. ¿Por?
- Está buenazo. Habrá que conocer a la nueva vecina.
- Esa china es un mate de risa, mamá. Tiene su gracia. Y su pan es buenazo.
- Bueno, pues, iré a conocerla entonces. Ya vuelvo.

Raquel regresó a su casa, obvia y profundamente ofuscada. Fue entonces cuando acuñó el característico «china maldita» con el que se referiría a Soila de ahora en adelante.

- China maldita, ¿quién se ha creído?

Delia se río -aunque tiempo después admitiría que no sin sentirse culpable- de lo que le pasó a su mamá. «De repente no quiso decir eso, no habla muy bien el castellano» le dijo a su madre, tratando de relajar los exaltados ánimos de su progenitora.

Sin embargo, una nueva era había empezado en aquel tradicional barrio del Rímac, una época que estaría marcada (por lo menos para Raquel y Soila) por las batallas que diariamente enfrentaban a las dos mujeres en el local de la Panadería La Nueva Terpsícore.

- China maldita... Si su pan no estuviera tan bueno.

(continuará...)



* Gracias a Diana por la idea. Esta historia está dedicada a todos mis compañeros practicantes de El Comercio: Sonia, Sandra D., Sandra O., Diana, Laurita, Anika, Luis, Christian y Oscar.
** Parafraseando a François Valleys.

miércoles, 25 de julio de 2007

More than meets the eye: acerca de la película Transformers, dirigida por Michael Bay

Creo que jamás había esperado tan pocos días (menos de una semana) después del estreno de una película para ir verla. Quizá, si el Destino me es (des)favorable, algún día conozca a Bruno Pinasco y él me pueda explicar (ya que no creo que haya sido por las puras -espero- que se ha paseado por todo el mundo haciendo un programa de cine) por qué los estrenos cinematográficos son casi siempre en jueves.

El punto es que ni el día del estreno (jueves 19 de julio de 2007) ni en los que vinieron hasta el lunes que le siguió -inclusive-, pude ir a ver la película en cuestión por una serie de razones que no vienen al caso. En fin, debo decir que ni para la tercera entrega de la nueva trilogía de Star Wars (mi único fanatismo confeso y ex profeso) esperé tan poco tiempo como para ver la promocionada Transformers de Michael Bay.

Para esto, varios de mis amigos (bueno, tres en realidad) ya habían visto la película y sus apreciaciones sobre ésta habían sido tan profundamente apologéticas que por poco (si es que en realidad sí lo hicieron y mi mente ha bloqueado ese recuerdo traumático para poder seguir considerándolos mis amigos) me la refieren como la mejor película de la historia del cine.

Para ser sincero, debo confesar que estaba bastante ansioso por ver el dichoso film, a pesar de que se trataba, después de todo, de un film de lejos bastante ceñido a los paradigmas hollywoodenses. Crecí viendo, entre otros dibujos animados, a los Transformers y aquella serie es una de las responsables de la (por muchos considerada deplorable y hasta insufrible) retrospección infantil en la que mi imaginación, mi mente y mi accionar en general caen e impenitentemente reinciden incontables veces al día. Por lo mismo, es probable que deba confesar que -por lo menos de manera inconsciente- este es uno de los live-action films que más he esperado desde mi niñez*.

Así que una tarde de martes, saliendo del trabajo (un día poco productivo para el que le interese), decidí no posponer más mi encuentro con la versión en CGI de los Transformers. Había tenido una comisión de última hora (la cual irónicamente no saldría publicada) que por poco y me hace llegar tarde a la película. Para mi buena suerte, el cine quedaba a escasas tres cuadras, así que hasta tuve tiempo (el justo) para comprar canchita y todo. Sin embargo, y como estaba apurado, me compré el combo más grande porque fue lo primero que se me ocurrió y, como fui solo, tuve que acabarme el pop corn gigante con las dos gaseosas igual de gigantes yo solito. Sí, por pura gula.

Y bueno, entré a la sala cuando estaban pasando los trailers promocionales de los próximos estrenos. Qué bueno, no me había perdido de nada. Me senté y, finalmente, empezó el film.

Si bien nunca antes había escuchado la voz de Optimus Prime en inglés, la elección que hicieron para esta película me pareció simplemente genial. Se trataba de una voz memorable per se, tal como también lo son la de Darth Vader en la versión original de Star Wars (interpretada por James Earl Jones) o la de Homero Simpson en la traducción para Latinoamérica (obviamente la que estuvo a cargo de Humberto Vélez). Algún tiempo después me enteraría de que Peter Cullen fue la voz original del líder de los Autobots también en la serie animada de los años ochentas.

Sin embargo, a parte de la voz de Optimus Prime, muy poco o nada más de rescatable habría de encontrar en esta película. Por ejemplo, si bien las peleas entre Autobots y Decepticons son secuencias muy bien logradas (en algunos casos, espectaculares), son muy pocas para una película que tiene (o debería tener, por lo menos) como eje principal a robots gigantes metamórficos que han luchado cruentamente (evidentemente no estoy hablando en sentido biológico) por la conquista del poder del Universo desde que el tiempo es tiempo.

No es así. Por el contrario, Transformers de Michael Bay se centra en la historia de un personaje-cliché adolescente presumiblemente virgen (así es, uno de los mayores estigmas de cualquier adolescente varón nacido en los Estados Unidos) y víctima de las burlas de toda su escuela.

Y, sí, si es que de clichés se trata, los gringos son campeones. Ad exemplum, los amigos negros de la experta en detección de señales Maggie Madsen (Rachael Taylor) son graciosos en tanto uno suprima cualquier intento de reflexión inteligente acerca de lo humorístico en tanto original. Con esto quiero decir que las situaciones protagonizadas por los dos hermanos Whitmann (en especial por Glen, caracterizado por Anthony Anderson) se deben disfrutar sólo con el arquiencéfalo para causar risa en un público con un CI de más de 100.

En algunos casos, incluso los clichés llegan a ser profundamente hirientes. Tal es el caso del vendedor de autos Bobby Bolivia. En este caso, el prejuicio etnocentrista y xenófobo de los guionistas de Transformers de Michael Bay no se plasmó en el comportamiento en general del personaje, sino que fue condensada en la broma que hace el propio Bolivia acerca de su apellido**. Y lo peor de todo es que casi toda la gente en la sala de cine se rió de esa cruel broma, probablemente sin tener en cuenta que, para los gringos, al sur de su frontera todos somos "mexicans" y que esa ofensa no estuvo dirigida sólo a un país sino a todos aquellos territorios del Nuevo Mundo que tienen una lengua romance como idioma oficial.

Tampoco faltaron los errores argumentales en esta película, pero por falta de tiempo y por alejarse del sentido de este post no los comentaré hoy. Aunque -he de confesarlo- fueron pocos (yo sólo pude detectar un par, si es que no uno solo).

Así, pues, Transformers de Michael Bay falla sobre todo por no haber sabido encauzar su trama hacia algo más interesante que un melodrama adolescente teñido con trazas de tecnología alienígena. Falla también por haber caído nuevamente en el facilismo de las fórmulas hollywoodenses a la hora de buscar la risa o la admiración del espectador. Finalmente, ésta falla además por correr.

Sí, no sólo los Autobots corren en esta entrega fílmica, sino que el ritmo de la película es en sí acelerado. Mientras la veía no pude evitar la sensación de que las escenas habían sido recortadas, quizá por cuestión de costos o de estándares fílmicos de la industria cinematográfica gringa, basada en satisfacer a un público acostumbrado a no pensar e incapaz de soportar más de dos horas seguidas de sensaciones visuales sin caer en la abulia y el hastío de aquel que sólo traga sin saborear.

En fin, quizá esto último no haya sido culpa de Michael Bay sino de los nunca bien ponderados productores de Hollywood. Pero bueno, para eso tendré que esperar una ulterior versión del director en DVD (si es que Bay es efectivamente inocente de este cargo), aunque sinceramente considere -confieso que no sin pesar- que el mejor destino para la versión live-action de los héroes robóticos de mi niñez sea las profundidades submarinas que fueran la morada final de Megatron en esta película.



* Otras de las series que algún día me gustaría ver plasmandas en la pantalla grande e interpretadas por actores de carne y hueso son Thundercats, Robotech y Super Agente Cobra.
** «Mi nombre es Bobby Bolivia, como el país pero sin la diarrea».

miércoles, 13 de junio de 2007

Otra oportunidad perdida

El día de ayer al mediodía fueron dados a conocer los nombres de los finalistas del concurso "Bandas de Garage" de Studio 92. Antes, sin embargo, de que empiece mi descarga en contra de la radioemisora, quisiera dejar bien en claro que este post no está sesgado ni ha sido filtrado por herida alguna inflingida en mi orgullo musical, puesto que mi grupo NMJ participó y no clasificó.

Para empezar, ¿qué es una banda de garage? Según Wikipedia se trata, antes que todo, de un «grupo de músicos amateur de rock and roll». En palabras más sencillas, es ROCK ejecutado por músicos no profesionales, señores, de lo que estamos hablando aquí: el rock pop es sólo una de sus variantes y, a título personal, la más patética y deplorable. Más que un subgénero, el rock pop es, siempre bajo mi humilde perspectiva, un infragénero facilón y aburrido.

He aquí la primera falacia que encontramos en las bases del concurso de Studio 92, al nombrar su concurso como "Bandas de Garage", para luego restringir el universo de agrupaciones musicales aptas para participar sólo a aquellas que interpretan rock pop, reduciendo así -podría incluso aventurarme a decir que eliminando- cualquier posibilidad de descubrir o fomentar el talento y la originalidad en las bandas participantes.

Y, aun así, muchos de nosotros decidimos (ingenuamente) ingresar en el mentado concurso. Repasando los videos encontramos bandas interpretando desde el más empalagoso emo/punk melódico hasta el más deprimente stoner metal. Tropezar con bandas del primer tipo es fácilmente comprensible, debido a la popularidad que goza este género, sobre todo entre los más de los imberbes (hecho que reduce notablemente mis esperanzas en la juventud).

La situación de la banda de stoner metal (sólo pude "disfrutar" de un video del tipo, afortunadamente), sin embargo, podría tildarse hasta de desubicada, ya que de lo que estamos hablando aquí es, finalmente, de un concurso organizado por STUDIO 92 y hasta la ingenuidad tiene sus límites, luego de lo cual se cruza la delgada línea que la separa de la estupidez. No obstante, puede tomarse este caso de manera bastante ilustrativa para comprender hasta qué punto "Bandas de Garage" despertó expectativas dentro de la escena musical local, sin distinción de género, raza o talento musical.

Y, bueno, está también la cuestión del "jurado" al cual, por cierto, nadie conoce hasta el momento. Es ese, precisamente, el meollo del asunto: nuevamente las bases se prestan para atentar contra toda posibilidad de que este concurso se hubiera convertido verdaderamente en fuente de apoyo para los nuevos talentos, ya que de los jueces sólo se dijo qué serían (un representante de una disquera, un cantante profesional, un manager de artistas y el jefe de programación de Studio 92.), nunca quiénes.

Salvando las distancias -y con todo el respeto que me merecen las VÍCTIMAS (y sólo ellas) de la violencia política de las dos décadas pasadas- estamos frente a un escenario equivalente al de los jueces sin rostro del fujimorato y hasta podría decirse que mucho peor incluso, por lo menos para efectos del concurso motivo de este post, puesto que de los fueros antiterroristas en cuestión siquiera podía contarse el número y saber que se trataba, en efecto, de personas de carne y hueso.

Y, finalmente*, está el hecho de que las bandas finalistas fueron escogidas sólo entre los audios que fueron subidos al servidor de Studio 92. ¿Y los videos? ¿No se trataba, acaso, de un concurso de VIDEOCLIPS? Es muy extraño que algunas semanas después de iniciado el concurso fuera recién instaurada la disposición de que también podían participar audios y que fuera de entre éstos, precisamente, de donde salieron los grupos que lograron clasificar a la final.

Con todo, el próximo jueves 13 de julio se elegirá al ganador de "Bandas de Garage" entre cinco finalistas que -y creo que muchos comparten mi opinión- no vale la pena escuchar por más de 2 segundos. Oír sus temas -por lo menos los que eligieron para participar en el concurso- por un lapso mayor es arriesgarse a sufrir una severa decepción -para los que no están ya decepcionados, como yo, desde hace mucho tiempo- respecto a lo que la industria musical quiere, desde hace demasiado tiempo, poner en nuestros oídos.

A estas alturas ya no me interesa en lo más mínimo saber cuál fue, finalmente, la agrupación ganadora. Escuchar a una de las cinco bandas finalistas es como escucharlas a todas: así de aburridas, pusilánimes y prefabricadas son las canciones que el "jurado" se encargó de elegir, dejando fuera de carrera a propuestas más prometedoras, originales y, sobre todo, verdaderamente rockeras.



* Además de todo esto, se rumorea que varias de las bandas clasificadas (si es que no todas) no serían amateur. Una de ellas incluso habría grabado un single promocional con la productora FMO, lo que debería haberla descalificado inmediatamente.

sábado, 26 de mayo de 2007

Sepa Usted...

... que no es cierto que el conocimiento nos haga libres, o que esa no es, por lo menos, la verdad completa. Si bien es evidente que aquel nos abre muchas puertas, es también cierto que nos cierra otras tantas, debido a la frustración que se desprende de ser conscientes de nuestras propias limitaciones*. Es un hecho, tanto que incluso ha sido plasmado en uno de los mitos de origen más difundidos de la humanidad, el del génesis judeocristiano. Así, el discernimiento de lo bueno y lo malo -que bien podría definirse como la más fundamental de todas las sabidurías del mundo en que vivimos- nos quitó más de lo que nos otorgó, puesto que nos hizo caer por siempre jamás de la gracia divina y nos supeditó a nuestra frágil y mortal humanidad. ¿Y qué ganamos al comer aquella manzanita dichosa? De manera inmediata, sólo saber que andar calatos por el mundo es malo**. Ni siquiera es posible saber si Adán y Eva disfrutaron degustando el mentado fruto, porque sobre su sabor nadie ha escrito nada.

A parte del conocimiento del mundo que nos rodea, también nos condena la conciencia. No me refiero con esto a la "vocecita interior", al Pepe Grillo de Pinocho, al angelito sobre el hombro derecho. No, esa es la clase de conciencia a la que -lamentablemente- es más fácil hacer oídos sordos. A lo que se hace alusión en estas palabras es al conocimiento que se tiene de uno mismo, a la endoimagen que nos devuelve el ejercicio de la introspección y el autoanálisis, al ratón o al león que aparece ante nuestros ojos al mirarnos al espejo.

Se trata, pues, de la conciencia del ser, del nuestro propio, la que nos condena. Porque los hombres somos seres insatisfechos y por lo mismo siempre queremos más de lo que buena o malamente determina nuestra individualidad. Conscientes de qué se nos ha otorgado y qué ha sido arrebatado de nuestro derecho de ser, podemos soñar que volamos, pero también estrellarnos de bruces contra el suelo cuando nuestras aspiraciones son tan irrealizables como irreales fueron siempre nuestras alas***.

La conciencia de lo que somos es parte de nuestra condición humana, inherente a nuestra pertenencia al género taxonómico homo, desde la primera vez que nuestros antepasados reconocieron, sobrecogidos, su propio reflejo en un espejo de agua. Desde entonces hemos buscado -vanamente- entendernos, hemos sido vanidosos narcisos frente a nuestras virtudes y sufridos mártires ante nuestros defectos.

Dicha conciencia del ser, como lo dije antes, es una característica propia -por lo menos hasta donde alcanza a probar la ciencia- de nuestra especie, o por lo menos lo son nuestras insufribles actitudes de satisfacción o insatisfacción que de ella derivan. Sobre este punto retornaré en un momento.

Ahora bien, en el mismo sentido podemos hablar del conocimiento que se deriva de nuestra libertad de elección, entiéndase ésta por la que la tradición filosófica y teológica establece en tanto que el hombre es libre porque posee la capacidad del discernimiento, el elegir a sabiendas de lo que se está eligiendo (por lo menos creyendo que se lo hace).

Innegablemente, esta facultad es producto del uso de nuestra Razón (la base de todo conociminento en su sentido ilustrado), nos dice la tradición y concuerdo en esto con ella. ¿Es el discernimiento, sin embargo, fuente de libertad?

Ahora bien, todo esto implica que ya existe conocimiento previo -o por lo menos debería existir tal- a nuestra apuesta por alguna de las opciones mutuamente excluyentes que nos presenta la vida cada tanto, y que será dicho conocimiento el que nos orientará hacia el camino que habremos de elegir.

Así, al saber lo que estamos eligiendo se nos otorga el placer de disfrutar el camino correcto o la amargura de soportar el sendero incorrecto. Exclusivamente humanas como son estas actitudes frente a la elección, no sorprende -retomando lo que mencioné líneas arriba- que un perro no se queje por tener un amo perverso o un cocodrilo por comer una presa en un estado demasiado avanzado de putrefacción, o que un halcón no celebre el haber conseguido atrapar la presa más escabullidiza o un tiburón por acertar todas de todas en su caza nocturna.

Lo que, también es cierto, jamás veremos fuera del ámbito humano es el desprecio de la propia condición. Es más, cualquier clase de apreciación sobre uno mismo, repito, se remite -de manera comprobada y sólo para complacer al antropocéntrico cientificismo del hombre- a una sola especie: el homo sapiens sapiens. Autoensalzarnos o autodenigrarnos nos priva de la libertad de la ignorancia que caracterizan al resto de seres vivientes. Se nos ha privado del derecho a no saber de lo que no somos capaces****, a vivir simplemente y no preocuparnos del mañana, o sufrir por el ayer, o lamentarnos por la leche derramada.

En palabras de Thomas Gray, ignorance is bliss. Los hombres, sin embargo, somos seres malditos desde Adán y Eva.



* El positivismo no sería, pues, sino un sano pesimismo, pero desfigurado bajo la luz de la Ilustración.
** ¡Oh, moral, si tan sólo me dejaras respirar del aire tranquilo de desconocer mis propios errores, aunque debiera para esto abandonar el empalagoso perfume de mis aciertos!
*** Nada mejor para ejemplificar mi perspectiva en este punto que la harto conocida fábula de la tortuga y el águila, que reproduzco a continuación. Léase sin ánimos moralistas:
La tortuga miraba al águila con envidia. Ella se arrastraba siempre lentamente por el suelo, en tanto que el águila levantaba vuelo cuando lo deseaba. Los picos de las montañas no tenían secretos para ella. Y la tortuga sufría, porque apenas si alcanzaba a verlos des de abajo. Un día se propuso volar y pidió al águila que le enseñara.
- ¡Imposible! - respondió ésta -. No podrías hacerlo nunca ¡No has nacido para eso!
- No seas tan vanidosa -replicó la tortuga-. Si tú puedes, yo también podré. ¿Acaso eres mucho más que yo?
Y así una y otra vez, hasta que el águila accedió, cansada de oírla presumir. Para empezar la lección, la tomó entre sus garras y se lanzó al espacio. Pasaron por entre las montañas y llegaron hasta las nubes más altas.
- ¡Suéltame ahora, y verás cómo vuelo! - gritó la tortuga.
Obedeció el águila y la pobre tortuga cayó sobre las rocas de la montaña, dándose un golpe tan terrible que se mató.
(Tomado de http://silviaenlacocina.blogcindario.com/2006/01/00799-el-aguila-y-la-tortuga.html).
**** No pretendo ser pesimista, sólo considero que esa es una natural e inevitable consecuencia de saber lo que sí está dentro de nuestras posibilidades.

viernes, 27 de abril de 2007

Gajes de la lengua y trauma ocular

Tengo una vista pésima. Fui al oculista por primera vez a los 12 años, sin adulto responsable alguno que me acompañase. Tras examinarme, aquel desconocido, sin una pizca de escrúpulos ante la indefensa ignorancia del púber que tenía frente a él, se atrevió a diagnosticarme un cuadro de miopía múltiple combinada con astigmatismo avanzado. Cuál habrá sido la expresión de terror indescriptible en que devino mi rostro al oír los resultados de mi examen, que el doctor me preguntó alarmado si me pasaba algo malo.

- ¿Voy a morir, doctor? -le respondí balbuceando.
- Ja, ja, no, hijo -me respondió de manera calmada (demasiado para el frágil estado de ánimo en que me encontraba ese momento).
- Entonces, ¿voy a quedarme ciego? -dije casi sollozando.
- Ja, ja, mucho menos.

Creo que el juramento hipocrático debería contemplar, entre otras cosas, también el no matar del susto a los pacientes con los palabras usadas para exponerles las diagnosis. Imaginen, por ejemplo, tamaña taquicardia que ha de provocársele a un pobre y gordito cardíaco si su doctor le comunica, sin más, que padece de faringoamigdalitis estreptocócica crónica, en vez de decirle que lo que tiene es un común dolor de garganta que se cura con megacilina y naproxeno. Eso es algo tan brutal que hasta debería calificársele de mala praxis.

- Entonces, doctor, ¿qué es lo que tengo? ¡Dígamelo, no me mienta!
- Nada, hijo, cálmate. Sólo tienes miopía y astigmatismo, con medidas diferentes en ambos ojos.

Llevo lentes de aumento desde entonces y, en teoría, debería quitármelos sólo para dormir. En la práctica, sin embargo, los uso solamente para ver televisión, leer y estar frente a la computadora. En otras palabras, no los uso cada vez que los necesito, sino cada vez que se me antoja creer que los necesito.

He de admitir también que soy bastante descuidado con mis anteojos. A estas alturas de mi cegatona vida debo haber posado en mi nariz casi dos decenas de pares de lentes diferentes, aunque a ciencia cierta he roto y perdido tantos que ya perdí la cuenta. Hace unas semanas quebré uno de mis cristales (era en realidad de resina, irrompible en teoría, por lo que hasta ahora no me explico cómo pudo pasar eso), así que tuve que ir a la óptica, otra vez, ya que sólo me doy cuenta de que realmente necesito mis lentes cuando no tengo unos que ponerme.

Me realizaron los procedimientos de rutina y todo acontecía con relativa normalidad, hasta que el encargado me dijo «vamos a medirte la vista bien para que puedas ver más mejor».

No sé si habrá sido culpa de las personalidades casi patológicas de varias de las profesoras de castellano que tuve en el colegio -desde Ena y las quiméricas historias de su vida hasta la incomprendida Nancy que salía del salón y se perdía en el pasillo sin dejar de dictar la clase, sin olvidar a Gladys y su extraño (demasiado) sentido del humor-, pero tengo una obsesión casi compulsiva por el uso correcto de mi idioma materno, el castellano.

Escuchar a la persona a quien estoy confiando la salud de mis ojos decir «más mejor» fue una experiencia chocante. Me sentí nuevamente de 12 años, amenazado e indefenso, ya no frente al exceso de conocimiento (traducidos en la ininteligibilidad del lenguaje que aquel primer oculista de mi pasado utilizó para transmitírmelo), sino ante la -por lo menos aparente- ausencia total de éste.

Tal es el nivel al que llega mi fijación por el adecuado uso de mi idioma, tanto que me hace horrorizarme cada vez que escucho a un cobrador decir «avanza para atrás», que me crispa los nervios cuando leo en la parte trasera de una combi aquel emblemático "ya fuistes", que me henchina la piel siempre que me encuentro frente a un puesto de "sanduis" y me debato en el dilema ético de no comer en un sitio donde ni siquiera saben escribir el nombre de lo que -en el mejor de los casos- ofrecen, o saciar mi hambre con el único y miserable Nuevo Sol que tengo en ese momento para comprar mi comida del día, debido a mi escaso y recientemente adquirido sueldo de, nisiquiera periodista, sino practicante de periodismo.

viernes, 30 de marzo de 2007

Amanda

Amanda ha redescubierto el dolor. ¿Por qué no muestran la cara ahora todos aquellos que defienden el sufrimiento como vía de liberación del espíritu? El masoquismo es y será siempre una perversión antinatural, no importa si quien lo practique sea un diplomático del Medio Oriente o una venerada santa colonial. Y para mí, que aún me cuento entre aquellos que creen que el cuerpo siente dolor sólo porque busca evitarlo, ver sufrir a Amanda me sobrecoge.

Casi todo el tiempo duerme, Amanda. En la penumbra de su letargo encuentra refugio de la agonía que padece cada vez que abre los ojos. Cuando lo hace, teñidas de un amarillo enfermo y perturbador, las escleróticas de Amanda me muestran con la violencia de un puñetazo cómo se derrumba el templo de su cuerpo por entero y, en un acto de cobardía, evado su mirada por un momento y miro al suelo, aunque luego recuerdo para qué me encuentro en esa habitación y le ofrezco nuevamente mis ojos, y también mi sonrisa fachosa pero sincera.

Amanda debe pesar ahora apenas unos treinta kilos, algo así como Jessica a los 9 años. La fragilidad del cuerpo quebrado de Amanda no es, sin embargo, ni de lejos ni de broma equiparable a la robusta niñez de su hija. Parecen lejanos y eternos aquellos años en que veía regresar a sus dos pequeños del colegio en las tardes perpetuamente calurosas de Sullana. Jessica y Jean, con el uniforme sucio por las calles terrosas de su ciudad y el sudor escurriendo por sus rojizas mejillas infantiles, fueron los primeros de toda una nueva generación Correa. No son, afortunadamente, los únicos que le darán la reputación a todos los que, contemporáneos con ellos, compartimos de alguna manera el orgullo de llevar ese apellido.


* * *
La habitación donde descansa Amanda es austera y casi tan desvalida como ella. El estado de debilidad en que se encuentra Amanda me hace pensar en si alguna vez abandona aquella cama. Me cuesta pensar que sus piernas socavadas por el cáncer puedan soportar el peso de su cuerpo, aunque este sea cada vez más escaso. En medio del cuarto, un balde. Atravieso la puerta y la veo dormir, con la aguja de la sonda penetrando en la piel cetrina de su brazo. Su esposo Segundo intenta despertarla con un susurro, pero desde una distancia -para el caso- tan excesiva que parece no querer en verdad acabar con su sueño.

La expresión oprimida en el rostro de Amanda, sin embargo, me hace pensar que en el fondo ya hace bastante tiempo que no duerme bien. Basta sólo el ligero sonido de la voz de Segundo para que Amanda abra sus ojos amarillentos y, casi sin tiempo para atisbar quiénes están en este momento con ella en la habitación, el siempre presente dolor de su vigilia la obliga a devolver el estómago.

Apenas habla Amanda y su esposo le suplica que se vuelva a dormir. Amanda se coloca boca abajo sobre su cama, con las rodillas dobladas bajo su pecho y su cabeza apoyada en sus manos juntas, como quien suplica para que ALGUIEN acabe con su pena. «Parece que así se pone cuando el dolor en su nuca se vuelve insoportable», me dice al oído mi madre, hermana de Segundo, y los tres salimos del cuarto, dejando a la enferma con el peso de su enfermedad y nosotros cargando con la culpa de nuestra impotencia.


* * *

¿Cómo le dices adiós a alguien que, sabes, ha de morir? Me es inevitable pensar que quizá sea ésta la última vez que vea a Amanda, cada vez que la dejo en la casa ajena y extraña donde pasa los últimos días de su vida. Lo más probable es que Amanda haya pensado repetidamente en la proximidad de su fin. Eso puede llegar a ser, después de todo, un alivio hasta cierto punto, cuando se es capaz de recibir la Muerte con resignación o de enfrentarla con valentía.

De hecho, hace algunas semanas Amanda parecía estar en paz con su situación, o por lo menos eso quise deducir de la expresión tranquila que tenía mientras conversábamos, en aquellos días en que su fuerte medicación aún calmaba sus dolores y en que su enfermedad todavía no afectaba la coherencia de sus procesos mentales. Ahora, mientras su estado físico y mental se deteriora, Amanda no llega -afortunadamente- a percibir que en la habitación de al lado se debate el destino de sus bienes en una disputa -no lejos de tornarse cruenta- en la que poco o nada importa su sufrimiento.

Envuelto entre los chismes que siempre corren dentro de una familia, me he visto obligado a tomar partido, he sido casi forzado a mirar con otros ojos a los primos y tíos que pensé conocer desde siempre. Me gustaría entonces decirle -mentirle- a Amanda: «no te preocupes, todo estará bien después de que te vayas: tu marido ha cambiado, tus hijos no pelean por quedarse con tus cosas». Pero Amanda ya no logra comprender el mundo más allá de los dolores que le causa el cáncer.

Pensándolo bien, quizá sea mejor así: por algo dicen que, en algunos casos, la ignorancia es una bendición. Amanda no tiene por qué saber de las movidas dentro de su familia, de cómo su muerte es utilizada para ventilar odios antiguos y subrepticios y ambiciones voraces y enfermizas. Amanda está a punto de morir, no necesita razones para desearlo.

* * *

Así, me despido de Amanda, y jamás como entonces me doy cuenta de que al decirnos "nos vemos" no seamos quizá capaces de cumplir aquella promesa tan sencilla implícita en dos simples palabras de adiós.

P.D.: Hoy Viernes Santo, 6 de abril de 2007, Amanda ha muerto. Gracias por ser inspiración para tanta gente en nuestra familia, tía querida. Te extrañaremos mucho.

sábado, 24 de febrero de 2007

La implacable y deliciosa acción del tiempo sobre las raspadillas

Paseaba yo un sábado por el Barrio Chino, en el centro de Lima. Era la primera vez que transitaba detenidamente por aquella zona: aunque ya anteriormente he hecho diligencias para mi madre que me hubieron llevado a la calle Capón, nunca tuve el tiempo suficiente como para detenerme a observar muchos de los detalles curiosos y característicos de este lugar.

Siempre pensé que al llegar al Barrio Chino vería, a plena luz del día, peleas de pandillas orientales o arreglos de cuentas de la mafia con los comerciantes de la zona, los cuales a duras penas podrían pronunciar una o dos palabras en español. Lo más probable es que, por influencia de la cultura gringa que tengo embutida en mi cabeza debido a las películas y series que he visto desde mi infancia, tal sea la imagen que tengo de este lugar.

La calle Capón y alrededores no se diferenciaban a primera vista del resto de esta gran zona llamada Mercado Central. Tiendas donde vendían desde shampoo para cabello graso hasta papel de filtro para procesos de decantamiento químico, galerías desordenadas atiborradas de productos inverosímiles, y los clásicos ambulantes y pirañitas que hacen tan variopintamente peligrosas las calles de nuestro down town.

Hay algunas cosas, sin embargo, que hacen distintivamente oriental al Barrio Chino: el inmenso Arco estilo pagoda que da la bienvenida a la calle Capón, los adoquines inscritos que tapizan la calzada, los bancos (no las bancas, sino las entidades financieras) de siempre luciendo sus colores característicos pero con sus nombres escritos en cantonés.

Algo, sin embargo, totalmente ajeno a la cultura china fue lo que llamó mi atención en mi jornada quasi oriental en el centro de Lima. A escasos metros del Arco, junto a una farmacia, había una cola de gente que, si me gustara ser exagerado en mis narraciones, describiría como "apocalípticamente larga" o "brutalmente extensa". La escena, sin embargo, la referiré simplemente como "digna de un gobierno aprista", pretendiendo hacerlo estrictamente en sentido histórico y -espero sinceramente- sin ningún afán profético.

La primera vez que pasé junto a ella me pareció algo curioso, pero no le presté mayor atención. Pensé por un momento que quizá se tratara de la cola para comprar en la farmacia, y en uno de mis usuales desvaríos aluciné que tal vez estábamos atravesando una pandemia de dimensiones globales y yo no me había enterado, pero luego me distraje por el hambre y entré a comer a un chifa.

Estuvo rica la comida, pero creo que se me ha achicado el estómago porque apenas si pude acabarme los dos platos. Salí del local y, cuando estaba ya a punto de retirarme del Barrio Chino, sentí algo en mi espalda. Era una de las vendedoras de las galerías haciéndome una demostración -de lejos no solicitada- de un masajeador de mano, un aparejo bastante extraño que parecía una araña con demasiadas patas, con sendas esferas de jebe en los extremos de las mismas.

Casi le pido a aquella mujer que se case conmigo. No recuerdo su rostro, ni su cuerpo, ni su forma de hablar. No recuerdo su forma de vestir, ni el color del tinte de su pelo, ni el perfume que llevaba puesto. Sólo recuerdo el momento en que me colocó el masajeador en los hombros. Esa sensación fue suficiente -por lo menos durante un breve instante- para desear que esa mujer pasara el resto de su vida conmigo. Afortunadamente (no sabría decir si para ella o para mí), retiró el aparato aquel y me dejó nuevamente sumido en medio de la orientalidad de chifa de la calle Capón.

* * *

La cola, ya la había olvidado. Esta vez, cuando, al pasar junto a ella, su notoria existencia volvía a atraer mi atención, pude sí percatarme de cuál era la causa de aquella hilera de gente -ahora que la analizaba mejor me daba cuenta de esto- tan disímil: un puesto de raspadillas, común y silvestre, como ese otro que había a menos de veinte metros de éste, o aquel en el que uno compra la respectiva cuando baja a las playas de la Costa Verde.

Aún incrédulo de que tal aglomeración de gente fuera producida por un poco de hielo molido con saborizante, me acerqué a la cola para comprobar si, efectivamente, era tal la causa de la misma.

- Disculpa, ¿esta cola es para la raspadilla?

La convicción del «sí» que obtuve como respuesta, junto a la sonrisa cómplice de la chica que la profirió, no hicieron sino acrecentar mi asombro de que un fenómeno tan peculiar tuviera una causa tan mundana. Aún con un viso de suspicacia en mi accionar, me formé en la cola, sin saber si estaba a punto de probar quizá la mejor raspadilla del mundo o si había sucumbido ante una ingeniosa estrategia de marketing.

* * *

Casi veinte minutos después seguía en la cola, a escasas dos personas de tener el encuentro tan esperado con la raspadilla de mi vida. Cada vez más cerca del desenlace de esta aventura microglacial me pregunté si todo este tiempo de espera habría realmente valido la pena.

Los rostros de las personas que se alejaban saboreando su respectivo postre se me hacían -debido quizá a un transitorio estado de paranoia- extrañamente inexpresivos, lo cual acrecentaba mi ansiedad. Sin embargo, no me atrevía a preguntarle a ninguna de ellas por el sabor de la que me esperaba algunos metros más adelante, por alguna razón, llámenla masoquismo o simple fuerza de voluntad, aunque muchas veces no exista efectivamente gran diferencia entre ambos.

Cuando la transacción estuvo cancelada, y antes de recibir mi raspadilla, observé el lugar detenidamente. Hubiera querido encontrar algún detalle peculiar, EL detalle que volvía tan especial a este puesto. No vi sino las mismas botellas usadas de Gatorade -que servían para guardar los saborizantes con que se bañaba al hielo molido- que habría en cualquier otro establecimiento similar, la misma clase de atención -me aventuraría a decir incluso que mucho menos amable- que en otros sitios, ni siquiera un slogan o un logotipo tan criollamente creativo como "todos vuelven" o "el que me prueba, no me deja". Nada. Recibí mi raspadilla, me di media vuelta y me alejé de la calle Capón devorando a grandes cucharadas aquel postre helado que empezaba a derretirse entre mis manos.

- ¿Qué tal estuvo tu raspadilla?
- Deliciosa
- ¿En serio?
- Después de todo el tiempo que esperé por ella, tengo que creer que fue una experiencia orgásmica.
- ¿Por qué?
- ¡Por orgullo!

viernes, 19 de enero de 2007

Sullana

Volví a Sullana después de dos años y medio. La tierra de mi madre, la del calor eterno a orillas del río Chira, en cuyas aguas alguna vez me refresqué de la inclemencia del Sol, el cual, a pesar de lo que se dice, no alumbra ni calienta igual para todos.

Estuve aquí antes de nacer, puesto que mi madre ya cargaba conmigo en su vientre durante su boda religiosa en la Iglesia Matriz de esta ciudad. Mis padres ya habían contraído (detesto el hecho de que esta palabra puede utilizarse también para hablar de una enfermedad) matrimonio civil algunos meses antes, y se ve que no perdieron el tiempo. Fue la gris humedad de Lima la Horrible, sin embargo, la que me recibió cuando lloré por primera vez, debido al empecinamiento de mi padre (limeño, por supuesto) de que su hijo debía de nacer en la Capital.

Esta vez, los brazos abiertos de mi abuelita Manuela, de mi tía Maruja y de mis primos Karol, Tania y Miguel Ángel fueron los que me recibieron a la ciudad donde pasé tantos veranos de mi infancia. La cosas no parecían haber cambiado mucho: las mismas mototaxis, el mismo calor, la misma deliciosa comida. Llegamos a casa y saludé a mi abuelito. Jamás imaginé que lo encontraría en aquel estado.

Filomeno y Manuela son padres de una camada de ocho hijos, cada uno de los cuales ha corrido con diferente suerte por la vida: así , por ejemplo, mi madre padeció la gravosa fortuna de darme a luz. Filomeno, mi abuelito, el otrora camionero con tres compromisos y un par de docenas de hijos, está enfermo. Ha sido una buena persona, a pesar de todo, y ahora sólo espera la Muerte.

Me fue imposible fijar la mirada en los ojos de aquel hombre, puesto que no parecían observar nada en este mundo, sino que daban la impresión de estar pasmados por algún sobrenatural evento más allá del alcance de los mortales, por lo menos del de aquellos que aún no estamos caminando los últimos pasos de nuestro sendero. Los viejos y sinceros ojos de mi abuelito, que se avistaban enormes tras las gruesas lunas de sus lentes, parecían mirar a la laguna como llaman a la eternidad de la ausencia*.

Mi abuelito apenas puede caminar y la mayoría de sus conversaciones devienen siempre en sus dolores y padecimientos. Está muy enfermo y muchas veces me pregunto si volveré a verlo.

El resto de mi familia parecía estar mejor. Mis primos han crecido enormemente: las bebés que se caían (no digo "cayeron" porque fueron en realidad varias veces) de la cama de mi hermana cuando eran unas recién nacidas están ahora a punto de entrar a la universidad; los mocosos (y que conste que digo esta palabra con todo el cariño que siento por ellos) que no sabían otra cosa que jugar fulbito ahora entran a la secundaria. Me pregunto, ¿en qué momento dejé de ser parte de la generación del mañana? Tengo miedo de lo que les espera a ellos.

Mientras tanto, los míos y yo aún luchamos por sobrevivir en el mundo que nos heredaron nuestros padres, directa y funesta consecuencia de la forma en que vivieron ellos y los que estuvieron antes de ellos. Lo que me llena de pavor es que nosotros también estamos viviendo del mismo modo: sin pensar en los que recibirán el mundo de nuestras manos.

Por las tardes me sentaba con mis primos menores y veíamos dibujos animados. Ese es un vicio que no he podido abandonar. Mis padres siempre me lo, cómo decirlo, ¿recriminan, echan en cara? Sería muy duro decir que hacen eso. Digamos solamente que siempre terminan sus apreciaciones sobre mi gusto por los dibujos animados con una risita cachosa. A pesar de todo, yo sigo disfrutando de Los Padrinos Mágicos, Ben 10 y Duelo Shaolín. En mis calurosas y animadas tardes sullaneras, de vez en cuando fastidiaba a Miguel Ángel con una broma tonta que tenemos entre nosotros dos y que es casi tan antigua como él, y siempre se molestaba de la misma manera en que lo viene haciendo desde que lo fastidio con la misma broma: de mentiritas. Después lo escuchaba repetir de memoria los diálogos de los personajes y era yo ahora el que se molestaba... de mentiritas.

Yo también quisiera tener Padrinos Mágicos, pero ya soy muy viejo. Timmy sólo los conservará (con suerte) hasta los 15 años y yo ya hace mucho que superé esa barrera. Mis deseos, además, serían quizá demasiado inútiles: habría que cambiar el mundo entero para que sucedieran (algo demasiado lejos de mi alcance y hasta me aventuraría a decir que del de Cosmo y Wanda) o el mundo tendría que cambiarme a mí (cosa que ciertamente no se me antoja mucho).

Por el momento, mis primos parecen no inquietarse. La vida, después de todo, es mucho más simple cuando eres niño o, por lo menos, más despreocupada. Ellos tienen suerte: aún podrían despertar un día y descubrir que tienen, oh sí, Padrinos Mágicos.

* * *

Pasaron los días. Uno de los últimos en que estuve en Sullana, asistí a una misa de salud en la Iglesia Matriz. Los que me conocen saben que soy un hombre que difícilmente puede llamarse religioso, por lo menos en el sentido estricto de la palabra. Sin embargo, algo en ese lugar llamó profundamente mi atención.

Casi todas las iglesias a las que he entrado muestran a Jesús crucificado y padeciendo el dolor de su sacrificio. Aquí, sin embargo, Cristo se proyecta delante de la Cruz, resucitado y levitando, con los brazos abiertos y la expresión de alivio de aquel que ha conocido lo que existe detrás de la Muerte, o la Iluminación, o ambas cosas si es que acaso fuera posible deslindarlas.

Las razones por las que la Iglesia Católica eligió como ícono a un hombre atormentado por el dolor me son desconocidas. En una novela que leí alguna vez (me parece que era El vuelo de la reina de Tomás Eloy Martínez), uno de sus personajes hacía rabiar a sus institutrices religiosas, entre otras cosas, por su constante ataque a los dogmas católicos. Fue ella quien, si mal no recuerdo, hacía mención al hecho (causando, para placer suyo, una gran desazón entre las monjas que la educaban) al que se hacía alusión al principio de este párrafo: por qué ha de presentarse a Jesús sufriente y miserable en vez de mostrársele resucitado y en toda su gloria.

Sólo podría esgrimir mis humildes especulaciones. Después de todo, ¿quién soy yo para ir en contra de una institución milenaria que ha ayudado tantas veces a la Humanidad a levantarse tras haber tropezado con la Verdad? Sólo se me ocurre, por ejemplo, decir que la Iglesia fue utilizada por las clases dominantes para adormecer a los atormentados por el dolor de la opresión con la esperanza y el ejemplo proporcionado por un Cristo sufriente. O quizá sólo sea que Constantino tenía alguna clase de fetiche sadomasoquista.

Lo cierto es que este hombre glorioso en medio de la Iglesia Matriz no parece ser el Jesús que todos conocemos. Es diferente: él sonríe.

* * *

Pasaron más días. Era hora de volver a la gris realidad de mi horrible ciudad natal. Casi pierdo el bus por descoordinaciones familiares, algo inevitable cuando tu familia extensa en verdad hace honor a esa palabra: la mitad de la gente en la estación debía de estar emparentada conmigo. Se ve que mis abuelos tampoco perdieron el tiempo, o al menos no parecieron aprovecharlo en algo distinto.

Cuando subí al bus me encontré con una cara conocida e igual de sorprendida que yo de los sitios donde uno viene a encontrarse con la persona que uno menos espera. Intercambiamos el saludo políticamente correcto y luego me dirigí a mi sitio. Mala suerte: algo en la disposición corporal de mi compañero de asiento me dio mala espina. Preferí, por tanto, concentrarme en la película que se mostraba en los pequeños televisores del vehículo para evitar conversaciones (para mí) indeseadas.

Era Brave Heart. Qué bueno. No, y sólo para variar, no estoy siendo sarcástico. No, tampoco lo estoy siendo cuando digo "para variar". Disfruto en demasía de las películas épicas. El encuentro del Bien y el Mal, fuerzas eternas y mutuamente necesarias conduciendo los Destinos de los hombres, empequeñecidos sin pena ni gloria ante la grandeza de los eventos que suceden ante sus ojos y/o que forjan con el filo de sus espadas. Se nota que me gustan mucho las películas épicas, y hay muchas cosas que disfruto de ellas.

Por ejemplo, el hecho de que la enormidad de las fuerzas que se enfrentan haga que los personajes con afanes de lucirse no lleguen nunca a robar más pantalla de la necesaria. Es un atentado directo contra el mito del poder de la individualidad que nuestra cultura occidental se empeña en hacernos creer. En las películas épicas, los hombres no pueden deslindarse del resto, son lo que son por y para los demás.

Otra razón por la que me gustan las películas épicas son los diálogos: casi siempre se trata de poesía, la de los guerreros, la de la Muerte y, por qué no, también la del amor. Los hombres se saben parte de una causa más grande que ellos mismos, y eso conduce a que sus lenguas prodiguen belleza como su papel de forjadores del Destino lo amerita.

Sin embargo, el principal motivo por el que me gustan las películas épicas es que muestran todo aquello de lo que los hombres somos capaces. La maldad intrínseca del ser humano, la que origina el conflicto, y la bondad que conduce a combatir con todas sus fuerzas a aquellos que deberían estar muertos de miedo. Cuando veo una película épica, no me veo reflejado en ningún personaje en particular, sino en todo el conjunto. Porque soy hombre, existe maldad dentro de mí, soy capaz de ser muy cruel, de hacer mucho daño, de deleitarme con el sufrimiento ajeno, pero también soy capaz de amar, y no existe mayor bondad que la que proviene del corazón de los hombres, el único lugar que el Mal no podrá conquistar jamás, debiendo limitarse a destruirlo como inútil represalia.

Las películas épicas me dan esperanza, no por mí, sino por todos nosotros. Después de ver una de ellas, contemplo el mundo con otros ojos y descubro que quizá no me sean necesarios Padrinos Mágicos para despertarme un día con una sonrisa en mi rostro, porque finalmente el mundo no habrá podido cambiarme y yo sí podré, con inmensa alegría, decir lo contrario.

* * *

Ese fue mi viaje a Sullana. Por supuesto, también me emborraché durante casi toda mi estadía, claro que eso debió de estar casi sobreentendido desde el principio de este texto.


P.D.: Extracto de La chispa adecuada, de Héroes del Silencio.

lunes, 15 de enero de 2007

Esperanza

Hoy comprendí por qué el verde es el color de la esperanza: encontré una pequeña planta de frijol creciendo de uno de los bordes del lavatorio de mi cocina. Sonreí y entendí que aún existe futuro, que por lo menos después de nosotros, humanos, no tiene por qué terminar todo.

P.D.: Lástima que no tenga una cámara digital.

domingo, 14 de enero de 2007

Familia

¿Por qué debo querer a mi familia? Lo comprendo con mis padres, por lo menos en mi caso, ya que ellos nunca han dejado de quererme, supongo que porque no les queda otro remedio. Lo sostengo con mi hermana, porque, a pesar de las peleas (observadas en el Código Tácito de la Fraternidad Responsable), sé que en el fondo, muy en el fondo de su honda hondura, ella también me quiere (aunque sus razones sí me parecen algo más difíciles de comprender). Son, los tres, gente con la que he compartido mi vida desde que nací, o casi. Así que he tenido tiempo suficiente para saber, a ciencia cierta, que los quiero.

El problema surge con aquella parentela de la que no se "goza" (entiéndanlo de manera irónica o no, cada uno según su propia experiencia) tan a menudo como con la familia nuclear. Tíos y primos los tengo por montones, de ambos lados de mi familia, haya sido ya por exceso de amor o por falta de pasatiempos de mis abuelos y tíos. Muchos de ellos son muy queridos por mí, y viceversa. Otros, sin embargo, se me han antojado muchas veces soberbios e hipócritas. Para muestra, un botón.

El día de ayer fue cumple de un primo, hijo de una hermana de mi padre. A pesar de haberlo tratado muy poco, es una de esas personas que te cae bien a la primera. Sin embargo, la diferencia generacional hizo que mi vejez veinticincoañera se viera ridículamente pueril junto a los asistentes a la reunión. Así, me vi reducido al papel de chofer de mi padre, de modo que él pudiera divertirse todo lo que se le antojara sin tener que preocuparse por su nivel de alcoholemia.

Alrededor de la 1 de la mañana me fui a dormir al carro por un rato, escuchando alguno de mis CD's como es costumbre mía. Un par de horas después, mi padre -en un estado que sólo podría describir como "feliz"- se acercó a la ventana entreabierta y me dirigió un par de palabras, aparentemente empezó a pensar en algo más para decirme, pero luego su cerebro pareció desistir. Finalmente, mi padre prefirió devolverse a la fiesta.

Me pareció graciosa la situación, y hasta justa en cierto sentido: mi padre es un buen hombre, trabajador, con defectos y virtudes como todos, pero, sobre todo, una de las personas a las que más admiro. Él adora a su familia, tanto a su esposa y a sus hijos, así como a sus hermanos y a los hijos que de éstos surgieron. Estar celebrando con su familia -además del etanol- lo hacían sentirse muy bien.

Estaba a punto de volver a dormirme cuando sentí a dos personas que conversaban aproximarse a mi carro. Eran uno de mis incontables primos y alguien más, algún desconocido -para mí- que quizá fuera uno de los tantos que al verme me dicen: «¡Hola, Ectorales!» con toda la familiaridad del mundo, y que yo, sin embargo, o era demasiado pequeño como para recordarlos cuando los conocí o no tuve nunca interés alguno en hacerlo.

Este primo no es un primo cualquiera: es mi tocayo. De alguna manera, los tocayos tienen una relación extraña y sobreentendida, una especie de complicidad por llevar a cuestas el mismo nombre -algunos de buena gana, otros de manera más estoica. Este vínculo, sin embargo, presente entre aquellos tocayos que no se conocen a profundidad, se ve largamente trastocado una vez que empiezan a ser más conscientes de la personalidad y temperamento de sus colegas nominales, es decir, cuando empiezan a conocerse. Ayer terminé de conocer a mi primo y tocayo.

La gente más cercana a mí me dice «Héctor» a secas, mientras que mis familiares más lejanos (en mi corazón) y algunas personas que no tratan conmigo desde hace mucho prefieren por alguna razón decirme «Ectorales», así como mi madre cuando está muy, muy molesta conmigo. Estaba yo echado en el asiento del piloto, cuando mi primo y su amigo rodearon mi carro y se dispusieron a orinar en la llanta trasera del mismo. Notablemente incomodado por la situación, toqué repetidamente con mi puño la ventana del carro desde adentro y les dije: «¿qué pasa?», con aquel ademán de levantar las cejas y ligeramente el rostro, así como el de mostrar las palmas de las manos, en señal de indignación.

- Vamos a orinar en la llanta, Ectorales -me dijo mi tocayo.

Estaban ebrios, eso era obvio. Yo, en completo uso de mis facultades mentales, hubiera podido fácilmente salir y hacerles frente. No quería, no obstante, ocasionar una trifulca familiar. ¿Los habría dominado en una eventual pelea? Lo más probable es que sí. Sin embargo, eso habría traído consecuencias peores: ya he visto muchas veces cómo mi padre y mi madre se han enojado mutuamente por cuestiones familiares como ésta. Hasta el momento mi padre estaba feliz, pero aquella alegría podía fácilmente devenir en enfado debido a la fragilidad de los estadios en los que se halla uno cuando se está ebrio, sobre todo porque se trataba de la familia.

La conchudez y la cachita sólo podían ser el colofón consecuente de la irrespetuosidad de mi primo & Co. Luego de haber orinado, a pesar de mi presencia, a pesar de mi indignación, a pesar de mí, se alejaron rumbo a la fiesta, tras despedirse con el tono del criollo que ha perpetrado su viveza máxima, diciéndome: «Gracias, Ectorales», riendo con el disimulo del que quiere, en el fondo, ser escuchado.

Es una pena cómo los lazos de la familia -aquella institución residuo de los clanes en los que en tiempos inmemoriales los hombres se agrupaban para defenderse de los peligros- se vean mellados por razones idiotas como los aires de superioridad de un patético majadero ebrio. Desde ayer, para mí, sólo queda la educada y fría cordialidad para con mi primo y tocayo.Y el humor negro: debo confesar que me encanta dejar en ridículo la inferioridad mental de los discapacitados por el etanol y el sesgo de la soberbia.