miércoles, 27 de agosto de 2008

Raíces
2da entrega

Varias ciudades y centros poblados de los departamentos de Ica y Huancavelica fueron devastados el 15 de agosto de 2007 por un sismo de 7,9 grados Richter, el cual no sólo remeció el sur del Perú, sino que desempolvó y dejó a la vista la escasa capacidad (¡qué sorpresa!) del Estado peruano para reaccionar ante situaciones de emergencia (entre otras tantas eventualidades que suelen acaecer en nuestra siempre sorpresiva y adrenalínica sociedad perucha).

Como resultado de aquel terremoto, esa noche fueron arrebatadas casi 600 vidas, resultaron heridas 1500 personas, 76 mil viviendas fueron destruidas o quedaron inhabitables y casi 320 mil peruanos fueron damnificados, sin contar las alrededor de 320 personas cuyos cuerpos no fueron encontrados jamás.

La ayuda internacional no tardó en llegar a la zona del sismo. No sólo hablo de las grandes organizaciones y transnacionales, las cuales ciertamente aportaron gran cantidad de dinero y contribuciones de otros tipos (medicamentos, especialistas, albergues, etc.) para tratar de paliar la terrible situación de los cientos de miles de damnificados del sur del Perú, quienes de la noche a la mañana habían perdido lo que tenían, que ya era, de por sí, escaso.

Otro tipo de auxilio, más modesto y atomizado, pero, asimismo, más directo, llegó también para Ica y Huancavelica desde distintos lugares del mundo. Cientos de personas, de las más distintas tipologías, ideologías y otras categorías, la mayoría de ellos de lejanos territorios donde el Castellano no es el común denominador, compraron buenamente su pasaje de avión vaciando lo que había en su bolsillo y, en colaboración con varias ONGs, llegaron a la zona devastada para trabajar en su reconstrucción, hombro a hombro junto a los damnificados.

Nikandros Georgakis y Eugeneia Dimakopoulos fueron sólo dos más de ese variopinto montón de inesperados visitantes internacionales que llegaron al Perú en el último trimestre de 2007. Así pues, no podría decirse que mis padres hayan hecho nada de especial para resaltarlos de aquella bendita y asistencial masa humanitaria. Me corrijo: su auxilio sí que fue muy especial para aquellos a quienes ayudaron, así como lo fue el del resto de voluntarios, pero el único reconocimiento que recibieron todos ellos -siempre me dijeron que eso era más que suficiente- fue el de las sonrisas de los amigos que hicieron en Pisco y a quienes ayudaron a limpiar de las ruinas de su propia casa, el terreno donde ésta se había levantado antes. Ese es, después de todo, el espíritu del voluntariado. Empero, si son parte de este relato, es sólo porque gracias a ellos yo estoy aquí para contárselos ahora...

Aunque, ahora que lo pienso bien, sí hay algo que habría de diferenciar a mis padres de la gran mayoría de voluntarios que vinieron al Perú a levantar escombros y a construir albergues para los damnificados aquel 2007: los futuros esposos Georgakis no volverían a dejar este país.

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