Varias ciudades y centros poblados de los departamentos de Ica y Huancavelica fueron devastados el 15 de agosto de 2007 por un sismo de 7,9 grados Richter, el cual no sólo remeció el sur del Perú, sino que desempolvó y dejó a la vista la escasa capacidad (¡qué sorpresa!) del Estado peruano para reaccionar ante situaciones de emergencia (entre otras tantas eventualidades que suelen acaecer en nuestra siempre sorpresiva y adrenalínica sociedad perucha).
Como resultado de aquel terremoto, esa noche fueron arrebatadas casi 600 vidas, resultaron heridas 1500 personas, 76 mil viviendas fueron destruidas o quedaron inhabitables y casi 320 mil peruanos fueron damnificados, sin contar las alrededor de 320 personas cuyos cuerpos no fueron encontrados jamás.
La ayuda internacional no tardó en llegar a la zona del sismo. No sólo hablo de las grandes organizaciones y transnacionales, las cuales ciertamente aportaron gran cantidad de dinero y contribuciones de otros tipos (medicamentos, especialistas, albergues, etc.) para tratar de paliar la terrible situación de los cientos de miles de damnificados del sur del Perú, quienes de la noche a la mañana habían perdido lo que tenían, que ya era, de por sí, escaso.
Otro tipo de auxilio, más modesto y atomizado, pero, asimismo, más directo, llegó también para Ica y Huancavelica desde distintos lugares del mundo. Cientos de personas, de las más distintas tipologías, ideologías y otras categorías, la mayoría de ellos de lejanos territorios donde el Castellano no es el común denominador, compraron buenamente su pasaje de avión vaciando lo que había en su bolsillo y, en colaboración con varias ONGs, llegaron a la zona devastada para trabajar en su reconstrucción, hombro a hombro junto a los damnificados.
Nikandros Georgakis y Eugeneia Dimakopoulos fueron sólo dos más de ese variopinto montón de inesperados visitantes internacionales que llegaron al Perú en el último trimestre de 2007. Así pues, no podría decirse que mis padres hayan hecho nada de especial para resaltarlos de aquella bendita y asistencial masa humanitaria. Me corrijo: su auxilio sí que fue muy especial para aquellos a quienes ayudaron, así como lo fue el del resto de voluntarios, pero el único reconocimiento que recibieron todos ellos -siempre me dijeron que eso era más que suficiente- fue el de las sonrisas de los amigos que hicieron en Pisco y a quienes ayudaron a limpiar de las ruinas de su propia casa, el terreno donde ésta se había levantado antes. Ese es, después de todo, el espíritu del voluntariado. Empero, si son parte de este relato, es sólo porque gracias a ellos yo estoy aquí para contárselos ahora...
Aunque, ahora que lo pienso bien, sí hay algo que habría de diferenciar a mis padres de la gran mayoría de voluntarios que vinieron al Perú a levantar escombros y a construir albergues para los damnificados aquel 2007: los futuros esposos Georgakis no volverían a dejar este país.
miércoles, 27 de agosto de 2008
sábado, 16 de agosto de 2008
Raíces*
1ra entrega
Nikandros Georgakis y Eugeneia Dimakopoulos llegaron al Perú el viernes 28 de setiembre de 2007. Ambos habrían de convertirse en mis padres dos años después, pero en esa época aún no compartían el apellido que yo llevo ahora, a pesar de que ambos ya guardaban secretamente el deseo de hacerlo algún día (lo cual incluía vagamente el proyecto de mi persona).
Fueron recibidos por Lima con su habitual cielo color panza de burro de tarde de invierno, tras 56 horas de viaje (contando el tiempo de espera entre escalas) desde su natal Atenas, inevitablemente cansados y con una leve pero aún así molesta disritmia circadiana.
Desde hacía poco más de una semana, Pedro Villalta, el contacto que su ONG había establecido para que fungiera como su anfitrión y guía durante su permanencia en Lima, había quedado en recogerlos del aeropuerto Jorge Chávez. Pedro, por supuesto, fulguraba por su ausencia cuando mis papás dejaron la sala de desembarque. No obstante, ambos pensaron que la situación podía servirles para practicar el escaso Castellano que habían podido aprehender tras poco más de un mes de clases intensivas bajo la tutela de Mayra Duarte, su compañera mexicana de intercambio en la Universidad de Atenas, amiga e improvisada profesora de idiomas.
Luego de diez minutos de incursionar en prácticamente todos las tiendas y restoranes del aeropuerto, se dieron cuenta de lo inútil (a pesar de lo divertido) que había sido insistirle a Mayra en que su enseñanza se centrara en jergas que, ahora lo sabían, no se podían usar efectivamente en esta parte de Latinoamérica: aquí no había charros, pero sí choros, y ser "pendejo" era casi casi un halago.
Después de cuarenta minutos de espera, la ansiedad de mis padres por encontrar a su guía tenía ya ligeros matices de desesperación y corría el peligro de teñirse de ella por completo. Sin embargo, justo en el preciso momento en que estaba a punto de despertarse la vena histérica de Eugeneia, a paso ligero, agitado, ligeramente sudado, y sosteniendo en su mano un papel cuadriculado mal arrancado de su cuaderno de la universidad y que llevaba escritos dos apellidos forjados en la cuna de la Civilización Occidental, Pedro hizo su gran aparición.
«Disculpen por la demora» les dijo a mis padres en un masticado Inglés, mientras ellos le devolvían una sonrisa y pasaban desde ese momento a ser sus protegidos. «El tráfico es terrible», intentó explicarles mientras caminaban hacia la avenida Faucett. Sin embargo, ni Nikandros Georgakis ni Eugeneia Dimakopoulos le prestaron entonces atención a esa oración que tantas veces habrían de usar durante los siguientes años.
* Esta es una historia que podría ser, no se trata de mi autobiografía. Téngase esto en cuenta para las próximas entregas.
Fueron recibidos por Lima con su habitual cielo color panza de burro de tarde de invierno, tras 56 horas de viaje (contando el tiempo de espera entre escalas) desde su natal Atenas, inevitablemente cansados y con una leve pero aún así molesta disritmia circadiana.
Desde hacía poco más de una semana, Pedro Villalta, el contacto que su ONG había establecido para que fungiera como su anfitrión y guía durante su permanencia en Lima, había quedado en recogerlos del aeropuerto Jorge Chávez. Pedro, por supuesto, fulguraba por su ausencia cuando mis papás dejaron la sala de desembarque. No obstante, ambos pensaron que la situación podía servirles para practicar el escaso Castellano que habían podido aprehender tras poco más de un mes de clases intensivas bajo la tutela de Mayra Duarte, su compañera mexicana de intercambio en la Universidad de Atenas, amiga e improvisada profesora de idiomas.
Luego de diez minutos de incursionar en prácticamente todos las tiendas y restoranes del aeropuerto, se dieron cuenta de lo inútil (a pesar de lo divertido) que había sido insistirle a Mayra en que su enseñanza se centrara en jergas que, ahora lo sabían, no se podían usar efectivamente en esta parte de Latinoamérica: aquí no había charros, pero sí choros, y ser "pendejo" era casi casi un halago.
Después de cuarenta minutos de espera, la ansiedad de mis padres por encontrar a su guía tenía ya ligeros matices de desesperación y corría el peligro de teñirse de ella por completo. Sin embargo, justo en el preciso momento en que estaba a punto de despertarse la vena histérica de Eugeneia, a paso ligero, agitado, ligeramente sudado, y sosteniendo en su mano un papel cuadriculado mal arrancado de su cuaderno de la universidad y que llevaba escritos dos apellidos forjados en la cuna de la Civilización Occidental, Pedro hizo su gran aparición.
«Disculpen por la demora» les dijo a mis padres en un masticado Inglés, mientras ellos le devolvían una sonrisa y pasaban desde ese momento a ser sus protegidos. «El tráfico es terrible», intentó explicarles mientras caminaban hacia la avenida Faucett. Sin embargo, ni Nikandros Georgakis ni Eugeneia Dimakopoulos le prestaron entonces atención a esa oración que tantas veces habrían de usar durante los siguientes años.
* Esta es una historia que podría ser, no se trata de mi autobiografía. Téngase esto en cuenta para las próximas entregas.
domingo, 3 de agosto de 2008
Hasta la próxima vez...
Nuestro "Gordito" ha partido. Su lucha diaria y sus ganas de vivir fueron siempre vehementes. Es el héroe de nuestro barrio, mostrándonos que a los problemas sólo hay una forma de enfrentarlos: valientemente y mirándolos cara a cara. En su batalla, Augusto ofreció su fuerza toda y la quemó hasta el último cartucho. Y, ahora, ya no está con nosotros, es cierto. No triunfó del todo, pero al final ganó: nuestro respeto, nuestro cariño, nuestra admiración. Porque ganar es también, y sobre todo en realidad, un asunto de actitud. Augusto fue un ganador siempre, lo gritaba al mundo a través de sus actos, día a día.
Los héroes son así, tan fugaces como eternos. Brillan intensamente, y luego parecen apagarse. Sin embargo, el recuerdo del paso de su luz por nuestras vidas nos inspira a ser mejores y eso los hace permanecer más allá de lo que cualquiera de nosotros podrá hacerlo jamás.
Pero Augusto también fue nuestro amigo, y los amigos, los de verdad, son para siempre. Él nos unió como nadie, haciendo que nuestras diferencias se convirtieran en puentes y nuestras semejanzas, en pasos para atravesarlos. Él fue el que nos "re-unió", en el sentido más profundo de la palabra, volvió a juntarnos luego de que la vida, como pasa muchas veces, nos hiciera tomar rumbos y rutinas que nos alejaban mutuamente en nuestro día a día, a pesar de permanecer físicamente tan cerca como vivir a unas cuantas casas de distancia los unos de los otros.
Felizmente y para nuestro bien, Augusto nos recordó que estar cerca es en realidad estar presente. En sus últimos tres años luchó intensamente por su vida, y a pesar de eso siempre supo darse un tiempo para cada uno de nosotros y para todos juntos, como sus amigos, su manchita, haciéndonos pasar tiempos y momentos hermosos que sin él habrían sido imposibles. Pero, sobre todo, nos demostró que él era y seguirá siendo nuestro amigo y que estuvo y estará ahí para y por nosotros, siempre.
Ese es, en el fondo, el meollo del asunto. Augusto fue y será siempre NUESTRO, de todos los que estamos aquí para despedirlo, pero, sobre todo, para recordarlo. Ese es su legado, pues nos dejó lo que siempre quiso entregarnos: la esencia de su maravillosa persona a todos los que tuvimos el privilegio de conocerlo. Su partida nos despierta una profunda tristeza, es inevitable y sería extraño que así no fuera, habiendo sido nuestro "Gordito" como fue en vida. Pero su recuerdo, y eso también es natural, aviva en nuestros corazones una profunda alegría por haberlo conocido.
Augusto ya no será sólo nuestro héroe, porque ahora es también nuestro ángel. Nuestro amigo lo fue, lo es y lo será para siempre.
Los héroes son así, tan fugaces como eternos. Brillan intensamente, y luego parecen apagarse. Sin embargo, el recuerdo del paso de su luz por nuestras vidas nos inspira a ser mejores y eso los hace permanecer más allá de lo que cualquiera de nosotros podrá hacerlo jamás.
Pero Augusto también fue nuestro amigo, y los amigos, los de verdad, son para siempre. Él nos unió como nadie, haciendo que nuestras diferencias se convirtieran en puentes y nuestras semejanzas, en pasos para atravesarlos. Él fue el que nos "re-unió", en el sentido más profundo de la palabra, volvió a juntarnos luego de que la vida, como pasa muchas veces, nos hiciera tomar rumbos y rutinas que nos alejaban mutuamente en nuestro día a día, a pesar de permanecer físicamente tan cerca como vivir a unas cuantas casas de distancia los unos de los otros.
Felizmente y para nuestro bien, Augusto nos recordó que estar cerca es en realidad estar presente. En sus últimos tres años luchó intensamente por su vida, y a pesar de eso siempre supo darse un tiempo para cada uno de nosotros y para todos juntos, como sus amigos, su manchita, haciéndonos pasar tiempos y momentos hermosos que sin él habrían sido imposibles. Pero, sobre todo, nos demostró que él era y seguirá siendo nuestro amigo y que estuvo y estará ahí para y por nosotros, siempre.
Ese es, en el fondo, el meollo del asunto. Augusto fue y será siempre NUESTRO, de todos los que estamos aquí para despedirlo, pero, sobre todo, para recordarlo. Ese es su legado, pues nos dejó lo que siempre quiso entregarnos: la esencia de su maravillosa persona a todos los que tuvimos el privilegio de conocerlo. Su partida nos despierta una profunda tristeza, es inevitable y sería extraño que así no fuera, habiendo sido nuestro "Gordito" como fue en vida. Pero su recuerdo, y eso también es natural, aviva en nuestros corazones una profunda alegría por haberlo conocido.
Augusto ya no será sólo nuestro héroe, porque ahora es también nuestro ángel. Nuestro amigo lo fue, lo es y lo será para siempre.
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