Publicado en la edición de mayo
de la revista Cliché
de la revista Cliché
Puedo decir que por lo menos la mitad de mis amigos son fumadores, y no sólo ellos, sino la gran mayoría de gente que frecuenta los mismos lugares que yo. Cada vez que salgo de una discoteca, concierto bajo techo o de una fiesta o reunión de cumpleaños, es inevitable que mi ropa y mi pelo queden oliendo a humo de cigarro. Protesto un rato, después me calmo y me voy a dormir, pero vuelvo a renegar al día siguiente, cuando me doy cuenta de que, aun tras haberme bañado, el olor a pucho no ha desaparecido de mi cabello.
El problema no me afecta directamente en tanto que considero que los fumadores saben en lo que están metidos -a estas alturas no creo que nadie desconozca los perjuicios que provienen del vicio de fumar-, y si ellos desean morir de cáncer al pulmón o de derrame cerebral, pues esa es su decisión. Las cosas cambian, sin embargo, cuando algunos -entre los que me incluyo- están obligados a respirar esa mezcla de nicotina, alquitrán, monóxido de carbono, oxidantes e irritantes que están contenidos en el humo del cigarrillo.
Mucha más pena me da cuando veo a menores de edad fumando. Venderles cigarros está más que prohibido en nuestro país y, si yo noté que ellos no cuentan con la edad suficiente para fumar, pues es obvio que aquel quien les vendió los cigarrillos pudo notarlo también.
Mi decisión de no fumar obedece a razones de salud y a razones personales. La adicción al cigarrillo puede causar diferentes tipos de cáncer, enfermedades del corazón, deficiencias respiratorias, males circulatorios (incluyendo la "impotencia", tan temida por nosotros los caballeros y camuflada ahora bajo la casi metafórica definición de "disfunción eréctil"), defectos de nacimiento (que incluyen discapacidad mental y física) y enfisema. No fumar no me asegura que no pueda algún día padecer de alguno de estos males, pero fumar aumenta de manera considerable la probabilidad de sufrirlos. Tampoco quiero tener mal aliento, uñas y dientes amarillos, o ponerme histérico cada vez que no pueda fumar.
Julio Ramón Ribeyro cuenta en sus memorias que, mientras estaba en París y vivía de una subvención, antes de abrir el sobre del cheque que le llegaba por correo cada mes, necesitaba fumarse un cigarrillo, no importa que tan pobre o hambriento estuviese. Como todo buen escritor peruano, pasó hambre y frío en la Ciudad Luz, pero no se libró de este ritual (fumar antes de abrir el sobre de su cheque) a pesar de sus apuros económicos y, podrá haber sido un excelente cuentista, pero su manía era tan absurda como la del más común y vulgar de los fumadores. Eso sin contar que su vicio le costó perder gran parte de su estómago y finalmente lo llevó a la tumba.
Las personas que fuman contaminan mi cuerpo y el de los demás. Mucho peor aún, las empresas que venden cigarrillos conocen los problemas que provienen de la práctica de fumar, pero siguen ofreciendo su mercancía sin ningún remordimiento. Mi carencia del hábito de fumar, en cambio, no afecta a nadie. No corrompo la salud ni de niños ni de grandes, ni la mía propia, al no prender un cigarrillo.
Por eso, y con mucho orgullo, que este 31 de mayo voy a celebrar el Día del No Fumador. Y obviamente que no lo haré prendiendo un cigarro.
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