Encontrábame caminando, ya cercano el anochecer, por las antiguas callejuelas de Barranco, cuando divisé a lo lejos el mar, teñido con el color de la sangre. Dime cuenta entonces de que tiempo hacía que no extrañaba algo con la intensidad brutal de las violentas emociones de mi adolescencia. Supe así que esta tarde tenía la necesidad de sentirme nostálgico, por lo que encaminéme en dirección hacia el Astro Rey que, desfalleciente, fundíase en el mar, figura melancólica por antonomasia. Al llegar al malecón, encontréme con interminables parejas que besábanse, abrazábanse y jurábanse amor eterno, repitiéndose unos a otros (imaginábame) todos con las mismas palabras que su amor era único e inigualable: "te amo como nadie" fue dicho novescientas ochentaicinco mil novescientas veinte veces hoy, Día de San Valentín, en Lima.
Estando como estaba, solo, esta tarde, percatéme pues de que no tenía en ese preciso momento a nadie a mi lado a quien confesarle, con la singularidad y originalidad descrita líneas arriba, mi amor. Así, con mi afán nostálgico repotenciado por mi adhesión involuntariamente obligatoria a la soledad y por mi aversión a la cursilería, caminé hacia la orilla del acantilado, porque no hay nada que sazone mejor que el vértigo a la nostalgia producida por un atardecer barranquino de verano, por lo menos para mi gusto (y tíncame que también para el de los suicidas, lástima que ya no se les puede preguntar). Así, sin ganas -debo advertir-, de tomar "fatal decisión" alguna que adornara las páginas de algún diario wolfensoniano, recorrí el borde del precipicio, encontrando a mi paso más y más parejas enamoradas en desafiante actitud ante el peligro (para cualquiera que no haya aún dominado el arte de caminar, o que esté ebrio) del abismo que se cernía ante ellos, como diciendo "el amor lo vence todo".
Las melosas y cursis actitudes del amor en San Valentín acechábanme por un lado, del otro sólo tenía el abismo. Seguí caminando así entre ambas amenazas en busca de un pronto y feliz escape de esta pesadilla fresa que hacíaseme más peligrosa que cualquier monstruo newyorkino inoportuno o hitazo del verano.
Estando como estaba, solo, esta tarde, percatéme pues de que no tenía en ese preciso momento a nadie a mi lado a quien confesarle, con la singularidad y originalidad descrita líneas arriba, mi amor. Así, con mi afán nostálgico repotenciado por mi adhesión involuntariamente obligatoria a la soledad y por mi aversión a la cursilería, caminé hacia la orilla del acantilado, porque no hay nada que sazone mejor que el vértigo a la nostalgia producida por un atardecer barranquino de verano, por lo menos para mi gusto (y tíncame que también para el de los suicidas, lástima que ya no se les puede preguntar). Así, sin ganas -debo advertir-, de tomar "fatal decisión" alguna que adornara las páginas de algún diario wolfensoniano, recorrí el borde del precipicio, encontrando a mi paso más y más parejas enamoradas en desafiante actitud ante el peligro (para cualquiera que no haya aún dominado el arte de caminar, o que esté ebrio) del abismo que se cernía ante ellos, como diciendo "el amor lo vence todo".
Las melosas y cursis actitudes del amor en San Valentín acechábanme por un lado, del otro sólo tenía el abismo. Seguí caminando así entre ambas amenazas en busca de un pronto y feliz escape de esta pesadilla fresa que hacíaseme más peligrosa que cualquier monstruo newyorkino inoportuno o hitazo del verano.
* * *
Parecióme haber caminado por varias horas. Ya incluso podía avizorar una luna que, partida por la mitad, se elevaba en la oscura bóveda de la noche limeña. De la luz del día sólo quedaban ahora sus vestigios, pinceladas violetas y verdosas esparcidas caprichosamente en el cielo del verano limeño.
Digo, empero, parecióme, porque el ímpetu de mi huída me hacía percibir mi empresa mucho más grande y trascendente de lo que realmente era. Había caminado en realidad poco más de treinta minutos y eran restaurantes, boutiques y delicatessen miraflorinos los que rodeábanme ahora, pletóricos de parejas que gustaban de demostrar la abundancia de su amor recurriendo a la generosidad de sus bolsillos. Ramilletes de flores con copyright, cafés frapé y ensaladas César reemplazaban a los arrumacos y besuqueos del distrito que había dejado atrás, gestos estos de amor sanvalentinesco tan poco pretensiosos que ahora (casi, casi) se me hacían simpáticos y que por poco parecían comunistas al lado de los que avisoraba en este momento.
En los (cada vez más) lejanos años de mi adolescencia habría renegado con furiosa pasión de sendas expresiones amatorias, pero, como habráse dado cuenta, amigo lector, ya al morir este día y al principiar este texto era evidente la ausencia en mi ser de los arrebatos pueriles que convirtiéronme durante mis años mozos en una suerte de poeta cínico de inusitado e incomprendido sentido del humor. Era incapaz de sentir una nostalgia del tipo adolescente porque las hormonas habían ya aquietado su bullicioso repercutir en mi cutis y en mi emotividad. Por equivalentes razones, hace tiempo que había dejado de lado lucha antisistema alguna o cualquier otro proyecto anarco-punk-posero para prepararme a ser un miembro productivo de la PEA y aportar con mi granito de arena al PBI.
Así, pues, en San Valentín yo también fui invadido por el espíritu del amor que podría ser publicitado en Quality Products y compré mi respectiva rosita.
Digo, empero, parecióme, porque el ímpetu de mi huída me hacía percibir mi empresa mucho más grande y trascendente de lo que realmente era. Había caminado en realidad poco más de treinta minutos y eran restaurantes, boutiques y delicatessen miraflorinos los que rodeábanme ahora, pletóricos de parejas que gustaban de demostrar la abundancia de su amor recurriendo a la generosidad de sus bolsillos. Ramilletes de flores con copyright, cafés frapé y ensaladas César reemplazaban a los arrumacos y besuqueos del distrito que había dejado atrás, gestos estos de amor sanvalentinesco tan poco pretensiosos que ahora (casi, casi) se me hacían simpáticos y que por poco parecían comunistas al lado de los que avisoraba en este momento.
En los (cada vez más) lejanos años de mi adolescencia habría renegado con furiosa pasión de sendas expresiones amatorias, pero, como habráse dado cuenta, amigo lector, ya al morir este día y al principiar este texto era evidente la ausencia en mi ser de los arrebatos pueriles que convirtiéronme durante mis años mozos en una suerte de poeta cínico de inusitado e incomprendido sentido del humor. Era incapaz de sentir una nostalgia del tipo adolescente porque las hormonas habían ya aquietado su bullicioso repercutir en mi cutis y en mi emotividad. Por equivalentes razones, hace tiempo que había dejado de lado lucha antisistema alguna o cualquier otro proyecto anarco-punk-posero para prepararme a ser un miembro productivo de la PEA y aportar con mi granito de arena al PBI.
Así, pues, en San Valentín yo también fui invadido por el espíritu del amor que podría ser publicitado en Quality Products y compré mi respectiva rosita.
1 comentario:
nada más leer tu post, dejóme conmovido. sin embargo preguntóme, a que se debe tamaña consideración de no mandar bien pal carajo todo aquello de lo que tan sutilmente reniegas esta vez? el amor si que ablanda hasta al mas terruco de los reporteros...te amo papá
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