viernes, 27 de abril de 2007

Gajes de la lengua y trauma ocular

Tengo una vista pésima. Fui al oculista por primera vez a los 12 años, sin adulto responsable alguno que me acompañase. Tras examinarme, aquel desconocido, sin una pizca de escrúpulos ante la indefensa ignorancia del púber que tenía frente a él, se atrevió a diagnosticarme un cuadro de miopía múltiple combinada con astigmatismo avanzado. Cuál habrá sido la expresión de terror indescriptible en que devino mi rostro al oír los resultados de mi examen, que el doctor me preguntó alarmado si me pasaba algo malo.

- ¿Voy a morir, doctor? -le respondí balbuceando.
- Ja, ja, no, hijo -me respondió de manera calmada (demasiado para el frágil estado de ánimo en que me encontraba ese momento).
- Entonces, ¿voy a quedarme ciego? -dije casi sollozando.
- Ja, ja, mucho menos.

Creo que el juramento hipocrático debería contemplar, entre otras cosas, también el no matar del susto a los pacientes con los palabras usadas para exponerles las diagnosis. Imaginen, por ejemplo, tamaña taquicardia que ha de provocársele a un pobre y gordito cardíaco si su doctor le comunica, sin más, que padece de faringoamigdalitis estreptocócica crónica, en vez de decirle que lo que tiene es un común dolor de garganta que se cura con megacilina y naproxeno. Eso es algo tan brutal que hasta debería calificársele de mala praxis.

- Entonces, doctor, ¿qué es lo que tengo? ¡Dígamelo, no me mienta!
- Nada, hijo, cálmate. Sólo tienes miopía y astigmatismo, con medidas diferentes en ambos ojos.

Llevo lentes de aumento desde entonces y, en teoría, debería quitármelos sólo para dormir. En la práctica, sin embargo, los uso solamente para ver televisión, leer y estar frente a la computadora. En otras palabras, no los uso cada vez que los necesito, sino cada vez que se me antoja creer que los necesito.

He de admitir también que soy bastante descuidado con mis anteojos. A estas alturas de mi cegatona vida debo haber posado en mi nariz casi dos decenas de pares de lentes diferentes, aunque a ciencia cierta he roto y perdido tantos que ya perdí la cuenta. Hace unas semanas quebré uno de mis cristales (era en realidad de resina, irrompible en teoría, por lo que hasta ahora no me explico cómo pudo pasar eso), así que tuve que ir a la óptica, otra vez, ya que sólo me doy cuenta de que realmente necesito mis lentes cuando no tengo unos que ponerme.

Me realizaron los procedimientos de rutina y todo acontecía con relativa normalidad, hasta que el encargado me dijo «vamos a medirte la vista bien para que puedas ver más mejor».

No sé si habrá sido culpa de las personalidades casi patológicas de varias de las profesoras de castellano que tuve en el colegio -desde Ena y las quiméricas historias de su vida hasta la incomprendida Nancy que salía del salón y se perdía en el pasillo sin dejar de dictar la clase, sin olvidar a Gladys y su extraño (demasiado) sentido del humor-, pero tengo una obsesión casi compulsiva por el uso correcto de mi idioma materno, el castellano.

Escuchar a la persona a quien estoy confiando la salud de mis ojos decir «más mejor» fue una experiencia chocante. Me sentí nuevamente de 12 años, amenazado e indefenso, ya no frente al exceso de conocimiento (traducidos en la ininteligibilidad del lenguaje que aquel primer oculista de mi pasado utilizó para transmitírmelo), sino ante la -por lo menos aparente- ausencia total de éste.

Tal es el nivel al que llega mi fijación por el adecuado uso de mi idioma, tanto que me hace horrorizarme cada vez que escucho a un cobrador decir «avanza para atrás», que me crispa los nervios cuando leo en la parte trasera de una combi aquel emblemático "ya fuistes", que me henchina la piel siempre que me encuentro frente a un puesto de "sanduis" y me debato en el dilema ético de no comer en un sitio donde ni siquiera saben escribir el nombre de lo que -en el mejor de los casos- ofrecen, o saciar mi hambre con el único y miserable Nuevo Sol que tengo en ese momento para comprar mi comida del día, debido a mi escaso y recientemente adquirido sueldo de, nisiquiera periodista, sino practicante de periodismo.