viernes, 30 de marzo de 2007

Amanda

Amanda ha redescubierto el dolor. ¿Por qué no muestran la cara ahora todos aquellos que defienden el sufrimiento como vía de liberación del espíritu? El masoquismo es y será siempre una perversión antinatural, no importa si quien lo practique sea un diplomático del Medio Oriente o una venerada santa colonial. Y para mí, que aún me cuento entre aquellos que creen que el cuerpo siente dolor sólo porque busca evitarlo, ver sufrir a Amanda me sobrecoge.

Casi todo el tiempo duerme, Amanda. En la penumbra de su letargo encuentra refugio de la agonía que padece cada vez que abre los ojos. Cuando lo hace, teñidas de un amarillo enfermo y perturbador, las escleróticas de Amanda me muestran con la violencia de un puñetazo cómo se derrumba el templo de su cuerpo por entero y, en un acto de cobardía, evado su mirada por un momento y miro al suelo, aunque luego recuerdo para qué me encuentro en esa habitación y le ofrezco nuevamente mis ojos, y también mi sonrisa fachosa pero sincera.

Amanda debe pesar ahora apenas unos treinta kilos, algo así como Jessica a los 9 años. La fragilidad del cuerpo quebrado de Amanda no es, sin embargo, ni de lejos ni de broma equiparable a la robusta niñez de su hija. Parecen lejanos y eternos aquellos años en que veía regresar a sus dos pequeños del colegio en las tardes perpetuamente calurosas de Sullana. Jessica y Jean, con el uniforme sucio por las calles terrosas de su ciudad y el sudor escurriendo por sus rojizas mejillas infantiles, fueron los primeros de toda una nueva generación Correa. No son, afortunadamente, los únicos que le darán la reputación a todos los que, contemporáneos con ellos, compartimos de alguna manera el orgullo de llevar ese apellido.


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La habitación donde descansa Amanda es austera y casi tan desvalida como ella. El estado de debilidad en que se encuentra Amanda me hace pensar en si alguna vez abandona aquella cama. Me cuesta pensar que sus piernas socavadas por el cáncer puedan soportar el peso de su cuerpo, aunque este sea cada vez más escaso. En medio del cuarto, un balde. Atravieso la puerta y la veo dormir, con la aguja de la sonda penetrando en la piel cetrina de su brazo. Su esposo Segundo intenta despertarla con un susurro, pero desde una distancia -para el caso- tan excesiva que parece no querer en verdad acabar con su sueño.

La expresión oprimida en el rostro de Amanda, sin embargo, me hace pensar que en el fondo ya hace bastante tiempo que no duerme bien. Basta sólo el ligero sonido de la voz de Segundo para que Amanda abra sus ojos amarillentos y, casi sin tiempo para atisbar quiénes están en este momento con ella en la habitación, el siempre presente dolor de su vigilia la obliga a devolver el estómago.

Apenas habla Amanda y su esposo le suplica que se vuelva a dormir. Amanda se coloca boca abajo sobre su cama, con las rodillas dobladas bajo su pecho y su cabeza apoyada en sus manos juntas, como quien suplica para que ALGUIEN acabe con su pena. «Parece que así se pone cuando el dolor en su nuca se vuelve insoportable», me dice al oído mi madre, hermana de Segundo, y los tres salimos del cuarto, dejando a la enferma con el peso de su enfermedad y nosotros cargando con la culpa de nuestra impotencia.


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¿Cómo le dices adiós a alguien que, sabes, ha de morir? Me es inevitable pensar que quizá sea ésta la última vez que vea a Amanda, cada vez que la dejo en la casa ajena y extraña donde pasa los últimos días de su vida. Lo más probable es que Amanda haya pensado repetidamente en la proximidad de su fin. Eso puede llegar a ser, después de todo, un alivio hasta cierto punto, cuando se es capaz de recibir la Muerte con resignación o de enfrentarla con valentía.

De hecho, hace algunas semanas Amanda parecía estar en paz con su situación, o por lo menos eso quise deducir de la expresión tranquila que tenía mientras conversábamos, en aquellos días en que su fuerte medicación aún calmaba sus dolores y en que su enfermedad todavía no afectaba la coherencia de sus procesos mentales. Ahora, mientras su estado físico y mental se deteriora, Amanda no llega -afortunadamente- a percibir que en la habitación de al lado se debate el destino de sus bienes en una disputa -no lejos de tornarse cruenta- en la que poco o nada importa su sufrimiento.

Envuelto entre los chismes que siempre corren dentro de una familia, me he visto obligado a tomar partido, he sido casi forzado a mirar con otros ojos a los primos y tíos que pensé conocer desde siempre. Me gustaría entonces decirle -mentirle- a Amanda: «no te preocupes, todo estará bien después de que te vayas: tu marido ha cambiado, tus hijos no pelean por quedarse con tus cosas». Pero Amanda ya no logra comprender el mundo más allá de los dolores que le causa el cáncer.

Pensándolo bien, quizá sea mejor así: por algo dicen que, en algunos casos, la ignorancia es una bendición. Amanda no tiene por qué saber de las movidas dentro de su familia, de cómo su muerte es utilizada para ventilar odios antiguos y subrepticios y ambiciones voraces y enfermizas. Amanda está a punto de morir, no necesita razones para desearlo.

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Así, me despido de Amanda, y jamás como entonces me doy cuenta de que al decirnos "nos vemos" no seamos quizá capaces de cumplir aquella promesa tan sencilla implícita en dos simples palabras de adiós.

P.D.: Hoy Viernes Santo, 6 de abril de 2007, Amanda ha muerto. Gracias por ser inspiración para tanta gente en nuestra familia, tía querida. Te extrañaremos mucho.